Todos los 24 de marzo son días para la evocación del pasado, y para la reflexión del presente, y ambos aspectos están en íntima y permanente relación. A veces, el pasado explica el presente, o nos ayuda a transitarlo con un norte, una referencia, una idea. De país, de sociedad, de la política, de nosotros mismos. Es una de las formas -posibles- de sentir que tanto dolor no fue en vano, que sirvió para marcar un camino. Pero también este día nos encuentra comprobando, amargamente, que convivimos a diario con quienes si pudieran, volverían a hacer exactamente lo mismo que entonces.
A veces -menos frecuentes, pero las hemos tenido- el presente reconforta, y se vive como una compensación por tanto dolor pasado. Sobre todo cuando ese presente arroja memoria y verdad, y realiza la justicia, en sus múltiples dimensiones. Comenzando, claro, por la que les debemos a los que no están.
Este 24, como el anterior, nos encuentra en pandemia. Sin poder ganar la calle para encontrarnos y abrazarnos en multitud, para fortalecernos mutuamente; en una coyuntura crítica que pone en juego esa solidaridad que encarnaron en sus vidas los que no están, pero siguen estando en nuestra memoria.
Pero también este día nos encuentra comprobando, amargamente, que ciertas certezas no eran tan sólidas ni extendidas como pensábamos, y que muchas imposturas hijas de la corrección política -o los climas de época, irresistibles- dan paso a las pulsiones profundas por reivindicar aquel horror, en clave presente.
Basta con analizar un poco más a fondo de lo superficial algunas imágenes, como esa bolsas mortuorias con las que decoraron hace poco una protesta, en las propias rejas de la Casa Rosada. O con contemplar el triste espectáculo del ¿debate? en los medios y en cierta "academia en torno a si el derrocamiento de Evo Morales en Bolivia, fue o no un golpe de Estado, y debe o no ser condenado.
Esa perversa obsesión con la muerte del otro, del adversario político, esa rápida y fácil legitimación discursiva de la ruptura de las reglas de juego democráticas, esa generación de enemigos fantasmales, terrorismos imaginarios y revoluciones latentes que vemos a diario como parte del discurso y de la praxis política nos están diciendo cosas, que cobran su completo y cabal significado un día como hoy.
En el que seguramente -en ésta era de ficciones consentidas en las redes sociales- veremos repudios de ocasión a lo sucedido hace 45 años, que se dejarán de lado mañana, para volver a la "total normalidad" que una vez fue tapa.
Porque el "videlismo" preexistió a Videla -de hecho lo creó y lo puso a jugar su rol de asaltante de las instituciones elegidas del voto popular-, y lo sobrevive; como que expresa el pensamiento y los deseos profundos de buena parte de la sociedad argentina.
Como ese poder económico que instrumentó a los militares para sus designios entonces, y hoy condiciona y erosiona a los gobiernos electos, cuando no gobiernan acorde a sus intereses: dos maneras de ponerle límites a la democracia, dejando de lado su principio fundante, que es la soberanía popular.
Grupos que -por cierto- gracias a sus precisas conexiones en el aparato judicial, han logrado salir hasta acá indemnes de sus responsabilidades en aquel genocidio, perpetrado si no por ellos directamente, para su director beneficio.
Y que desde esa impunidad construida por décadas de conspirar contra la democracia -contra su misma subsistencia antes, contra su sentido último ahora-, se paran en un púlpito imaginario para indicarle que rumbo tiene que seguir y -sobre todo- cual no debe siquiera osar intentar. Porque lo que pasó hace 45 años pasó también, y más que nada, para asegurarse eso: que nadie osara desafiar el orden establecido, en el que ellos están al tope de la cadena alimenticia.