Para el escritor no existe reconocimiento mayor que el que le ofrece el lector anónimo; ese lector apartado, sin poder de ningún tipo; ese lector - dicho sea con todos los honores - que no existe. El creador arroja su palabra nueva al océano de la noche y, en orilla apartada, el anónimo lector recoge el mensaje, sintoniza con la palabra revelada. No otro es el fin de la creación: encontrar un espejo claro y anónimo donde reflejar la palabra inspirada.
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Nuestro entusiasmo y nuestra felicidad parecen estar en relación directa con las lecturas que más amamos. ¿Será, por ello, tan difícil ser plenamente felices como encontrar un buen libro? ¿Está la felicidad en lo que los otros ya pensaron, y sintieron, y escribieron por nosotros? Por la misma razón, el afán de escribir no sería sino una búsqueda - la mayor parte de las veces inconsciente, automática, ignorante - de la felicidad. El libro - leído o escrito - como microcosmo de armonía.
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La cada día más acusada sensación que nos produce la obra de arte (o la literaria) de que es un "producto"; es decir, algo que se exhibe (o que se lee) y se olvida, que sale de la nada y que a la nada vuelve. Lo contrario del fruto artístico, el cual es el resultado de una siembra interior, de unos cuidados, de un crecimiento y de una maduración en el tiempo. Esta sensación de "producto" acrecienta cada día el número de los que ven cómo sus obras se imponen, brillan y mueren en el fulgor instantáneo de los televisores.
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[Fragmentos de Tres tratados de armonía, de Antonio Colinas. Tras este inciso, seguimos con la correspondencia de los miércoles... pero quería compartir la primera de las lecturas propiciadas por el intercambio postal.]