Por Andrés Lajous para Nexos
La experiencia de andar en bicicleta en la ciudad de México es una forma de vivir de la cual el ciclista hace alarde con cierto orgullo (probablemente desmedido) a partir de lo que considera sus medallas: el casco, el candado o cadena, y la bicicleta misma.
El ciclista urbano llega en bicicleta a una fiesta, a una reunión, a su trabajo, al cine, a una manifestación, a la escuela. Busca dónde amarrar su bicicleta, en un lugar donde no estorbe demasiado a los peatones, donde haya suficiente tumulto como para que no se la roben, donde un automóvil no pueda darle un rozón fatal. El ciclista entra, saluda, y alguien con una vaga sonrisa incrédula pregunta: ¿viniste hasta acá en bici? El ciclista responde haciendo patente aquel orgullo desmedido: sí.
El ciclista empieza a elaborar respuestas unas milésimas de segundos antes de que las preguntas —que suelen ser siempre las mismas— surjan. Sus respuestas ostensiblemente minimizan los retos de andar en bicicleta en la ciudad de México, y exaltan los beneficios. El ciclista sabe que cuando contesta no sólo satisface la curiosidad del interlocutor, sino que está ante una oportunidad más de promover un programa que quiere ver realizado: que hayan más ciclistas urbanos. Entre más veces le preguntan, más avanza su programa, entre va a más lugares en bicicleta, más veces le preguntan. Andar en bicicleta en esta ciudad es ser un militante de la causa.
La diversidad de medios de transporte confirma aquella hipótesis que establece que si la verdad existe, lo hace de manera fragmentada. Al moverse en coche se ve una ciudad de México, se ve la ciudad que recibe las quejas de editorialistas, políticos, periodistas y ruidosos. La ciudad fea, la gris cemento que se cae a pedazos. La de las ventanas sucias con cortinas abandonadas. La de los anuncios espectaculares y columnas de humo café que salen de microbuses enloquecidos. La del tráfico, la de los policías mordelones, la de los baches y las inundaciones abajo de los puentes. La ciudad de los peatones irresponsables que no se suben a los puentes peatonales, y de los perros atropellados. La ciudad del reporte de tráfico, y la del economista aficionado que trata de hacer inferencias macroeconómicas a partir de la cantidad de coches último modelo que ve en horas pico. La ciudad de los demasiados topes y los demasiados pocos estacionamientos. La ciudad de los franeleros amenazantes y valet parkings abusivos. Esa ciudad construida y adaptada alrededor de las vías rápidas de la ciudad.
Al moverse en bici se ve otra ciudad de México, se ve la ciudad que parecen haber olvidado los que hacen más ruido. La que tiene edificios antiguos venidos a menos aunque bonitos. La que se ve y siente continúa entre los segmentos que rodean nuestras casas y trabajos. La de colores, la que todavía tiene mosaicos y nichos cerca de las ventanas. La que tiene parques habitados por indigentes y parques que efervescen con niños al atardecer. La de las tienditas que han sobrevivido la presión de los supermercados de bodegón. La ciudad que tiene jardineras y árboles. La ciudad en donde el pan, los botellones de agua, los tacos, los pollos y los cuchillos se reparten en bicicleta. La ciudad en la que uno no se tiene que pelear por dónde estacionarse, en la que nunca tiene que discutir a gritos quién tiene más derechos sobre la privatización de la calles, el automovilista o el franelero. Esta ciudad que también está llena de quejosos pero que se quejan de la construcción de vías rápidas que obliga a los peatones a recorrer tres veces la distancia del cruce de una calle para atravesar por un puente peatonal. La ciudad que no tiene cebras pintadas en todos los cruces, la que ha desaparecido las banquetas, la de los límites de velocidad casi inexistentes y la de automovilistas que buscan el tiempo perdido entre tope y tope.
Buena parte de Dr. Vértiz es una avenida con camellón, donde hay enormes palmeras que injustamente han hecho famosa y dan nombre a una avenida menor. Morena y Diagonal San Antonio gozan del mismo privilegio, y los que vivieron antes de los años ochenta dicen que muchos de los ahora infames Ejes Viales tenían camellones con palmeras similares.
Avenida Reforma es uno de los mejores botones de muestra para el programa que secretamente avanzan los ciclistas urbanos. Hace tan sólo unos años andar en bici en nuestra ciudad era considerado una locura. Reforma ha cambiado todo. Esa corta e inconexa ciclovía ha demostrado que la decisión que toman las personas de cambiar su forma de transportarse no es un asunto “cultural” ni de clima, es un asunto de infraestructura. ¿Quién hubiera imaginado que hoy en Reforma hay tráfico de bicicletas en horas pico?
En Revolución y Patriotismo el ancho de las avenidas permite ir con calma, entre semáforo y semáforo nunca hay demasiados coches y siempre hay más bicis de las imaginadas. Con una lentitud firme se hacen visibles los ciclistas que nunca dejaron de serlo: los que viven de pedalear. Traen batas de polleros, canastas de tacos, cajas de plástico anaranjadas, afiladores.
En bicicleta la ciudad no es tan grande como parece, al aire libre se hace chica. Las distancias se vuelven cortas. Las avenidas, semáforos, túneles y puentes que fragmentan la ciudad en espacios de congestionamiento para el automovilista, para el ciclista casi no existen. El Centro Histórico está a unos minutos de la colonia Juárez, la Juárez a no más de 15 minutos de la colonia Granada, y a cinco de la Condesa. La Condesa a 10 minutos de la Del Valle y a seis más de la Narvarte. De ahí, si se quiere, puede moverse hacia la Buenos Aires, la Doctores, y de ahí otra vez al Centro o se desvía unos 20 minutos hasta Coyacán.
El ciclista compara, y piensa cuánto le hubiera tomado el mismo trayecto en coche. Rebasa autos y ve la desesperación de los conductores que están obligados a subutilizar la potencia de sus motores. Encuentra un perverso placer al verlos padecer su decisión de ir en auto. Piensa en que los automovilistas deseperados lo verán pasar con calma, disfrutando del viento, del sol, del chispeo, de la vista de la ciudad. El orgullo del ciclista se convierte en arrogancia, está seguro que quien lo ve pasar lo querrá imitar, y cree que su programa avanza mientras él lo hace. Cree que habrán más ciclistas.
Andrés Lajous. Maestro en planeación urbana por el Massachusetts Institute of Technology.
via elcontexto