Revista Cultura y Ocio
Ya me quedé con las ganas el año pasado, cuando pasamos la primera quincena de septiembre en Oliva. Este año volvimos a ir, esta vez en julio, y lo tenía bien claro: una mañana me pegaría el madrugón, dejaría durmiendo a Héctor y a Diana y me acercaría con el coche hasta las faldas del Montgó para comenzar a pie su ascensión hasta la cima. Estaba convencido de que las vistas desde aquel promontorio de 752 metros, que cada día había fotografiado desde la playa, tenían que ser espectaculares.
Y así fue que una mañana me puse el despertador a las 5 am, con la intención de ver aparecer el sol por detrás del Mediterráneo desde la cima del Montgó.
Sí, quizás sea de esa clase de personas que les jode mogollón madrugar para ir a trabajar pero que, cuando están de vacaciones, el sonido del despertador les parece la mejor de las melodías porque anuncia el comienzo de una jornada en la que a buen seguro que no será rutinaria. La verdad es que esto me pasa desde que tengo uso de razón, ya que, cuando me pego estos madrugones vacacionales, al levantarme tengo la misma sensación que cuando de niño, en el pueblo, me despertaba mi abuelo antes de que saliera el sol para ir a caminar por el campo. Mientras me restregaba las legañas y sacaba los pinreles de la cama, sabía que aquel día me esperaban situaciones muy emocionantes y lo cierto es que en aquellos días hasta la leche del desayuno sabía diferente. Esto hoy todavía me sigue pasando.
Así pues, me puse el despertador a las cinco, hice café y me tomé uno bien cargado -ni que decir tiene que, con la emoción de la excursión, a pesar de que me acosté temprano, no conseguí dormirme hasta las dos o las tres de la madrugada-. Después de meter en la mochila algo de jamón, queso, pan y agua, me puse en marcha.
No tenía claro desde donde comenzar la ascensión, por lo que primeramente me acerqué hasta el Montgó y una vez allí, todavía con el coche, traté de rodearlo con el fin de encontrar algún lugar señalizado que fuese el punto de partida más directo para subir caminando hasta la cima. Aún era de noche y se veía muy poco, pero por el noroeste del macizo llegué hasta un punto donde una cadena impedía el paso de los vehículos y donde había carteles informativos de las diferentes sendas.
650 metros de desnivel en tan sólo 6,5 kilómetros. Dificultad: alta. La excursión prometía ser dura.
El primer tramo del camino, unos 4 kilómetros, se realiza a través de una pista semiasfaltada y sorprendentemente llana, que va bordeando el macizo, conocida como el Camino de las Colonias. Desde este camino se nos abre una panorámica excepcional del litoral mediterráneo, flanqueado al norte por la sierra de Cullera, y mucho más cerca Denia, con su castillo y su puerto, desde el que veo partir los primeros barcos de la mañana hacia las Baleares.
A lo largo de este camino encuentro pequeñas edificaciones rurales en ruinas, alguna cueva asaltada por los grafiteros, espectaculares aterrazamientos y áreas de protección de la vegetación autóctona...
Tras 4 kilómetros, cerca de una hora y media caminando y sin haber ascendido a penas un metro, me encuentro en la cara oriental del Montgó, donde éste se prolonga hasta el Cabo de San Antonio. Aquí resulta haber un centro de visitantes que cuenta con una sala de exposiciones y una zona de aparcamiento en el que ya hay varios autobuses. Desde aquí una estrecha senda sube (¡por fin!) zigzagueando entre arbustos y monte bajo en dirección a la cima durante algo más de 2 kilómetros, hasta desaparecer en la cara sur del Montgó a unos 500 metros de distancia de la cima.
Una vez en la cara sur, el último tramo para llegar a la cima debe hacerse a lo cabra: saltando de roca en roca y gateando, para evitar caerse, la mayor parte del tiempo.
Las vistas desde este punto a 600 metros prácticamente verticales sobre el nivel del mar y hasta llegar a la cima son con toda seguridad las más espectaculares que hasta el momento he visto en mis salidas a la montaña. Desde aquí se divisa toda Jávea, desde el Cabo de San Antonio hasta el Cabo de la Nao, y mucho más allá, hacia el sur, a unos 25 kilómetros en línea recta puede verse con toda claridad el Peñón de Ifach y las torres hoteleras de Calpe.