La asfixiada clase media no puede ahorrar a través de las subidas de impuestos y las bajadas de prestaciones, si el dinero se sigue yendo por los dispendios autonómicos; sólo la deuda de las empresas, vivero de enchufismo, asciende a 13.870 millones de euros; en España hay 445.568 cargos públicos (no funcionarios de carrera, sino empleados políticos), uno por cada 100 habitantes; suman 300.000 más que en Alemania, donde apenas hay un empleado público por cada 800 ciudadanos. Es una locura insostenible, pero el dirigente autonómico sabe lo profundamente impopular que le va a resultar despedir a tanta gente enchufada, y se resiste. Naturalmente, a los politicos no les gusta bajar en las encuestas y verse en la calle mientras los ejecutivos de las empresas del IBEX ganan más cada año, intentemos todos cierta justicia. El problema de la injusticia no es sólo ético; una sociedad mal pagada anda entre grandes diferencias sociales y sin estímulo por lo que la productividad carece de acicate, para qué esforzarse, si no se tiene beneficio; por eso, está siendo muy injusta la resistencia de las autonomías a colaborar con el Gobierno en la reducción del gasto. Si bajamos los emolumentos salvajes, las primas y los bonus, tal vez las gentes puedan ganar y gastar un poco más; y, si las empresas crecen, a lo mejor, es posible generar puestos de trabajo reales, capaces de absorber la mano de obra falsa de las empresas públicas, o el sinsentido de 65.130 liberados sindicales y 31.210 empleados de las patronales; quizá la crisis sea el momento para moderar las diferencias sociales y descubrir que ser justos es también ser inteligentes.
Los recortes que la izquierda tacha de «ataque al Estado de Bienestar», -¿bueno, y a qué bienestar se refieren?, ¿a la ruina de la deuda heredada?- sabemos que los ajustes son obligados, que nos los han impuesto y tratan de suprimir esos privilegios que se han hecho habituales en esta sociedad, aunque en el fondo late un replanteamiento de la forma de vida de los españoles, de sus hábitos y costumbres; hablamos de los recortes gubernamentales en aquellos ámbitos de nuestra sociedad más favorecidos: una casta política que no da cuenta a nadie de sus actos y mantiene sus privilegios en todos los órdenes; una banca que maneja el dinero de los depositarios a su arbitrio e interés; unos sindicatos y empresarios dependientes de las subvenciones públicas y más atentos a sí mismos que al bien común y al provecho general. Todos ellos, rasgos de una sociedad, de un régimen periclitado más que de uno nuevo, pese a airear instrumentos formales de una democracia. Rajoy quiere, pero no puede o no sabe; todo su programa prometido se le ha quedado en la cuneta; dice que no tiene más remedio al venirle impuesto desde Bruselas; ¿puede gobernar y decidir o es un agente maniatado del exterior?
Ese abdicar de responsabilidades es el principal lastre, no ya de la democracia , sino del propio Estado Español, el que así actúa no se siente parte de dicho Estado. Algo, que repercute en nuestro nacionalismo y donde puede estar la clave de su debilidad; los españoles sólo gustamos celebrar el triunfo, nunca asumimos los fracasos; y lo más grave y extraño es que sin razón nos permitimos criticar y denigrar este País; nos relacionamos con la Nación de modo distante y desequilibrado: buscamos sus beneficios y rehuimos las cargas; es la tita lejana, a la que hay que sacar el dinero; las obligaciones y las cargas, a costa de los demás, ahí reside el éxito que ha tenido entre nosotros el «Estado del Bienestar», o mejor dicho: «Estado de beneficencia». Así la crisis ha hecho evidente la imposibilidad de un Estado al que se pide lo más y se da lo menos posible. La enorme deuda acumulada por particulares, empresas, ayuntamientos, autonomías y Estado muestran la bancarrota no meramente financiera, sino política y social de una España que ha cogido de la democracia los derechos y desechado los deberes: la responsabilidad individual y colectiva; la vida diaria aporta ejemplos de tal laxitud; este Gobierno debe sin dilación eliminar transversalmente los privilegios que la costumbre ha revestido de derechos. El volcán que significa requiere un despotismo, sea o no ilustrado, o una revolución cívica; todos saben ya que hay que hacer recortes, pero que los sufran los demás, lo cual quiere decir que no se los hagan a nadie, cosa que, en esta situación, es imposible, la realidad se impone, no lo permite.
C. Mudarra
Revista Opinión
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