La mayoría de la personas piensa que nunca va a necesitar sangre. Y si así fuera, los hospitales dispondrían de la que hiciera falta. Ambas premisas son falsas. Nadie puede adivinar su futuro como para saber lo que va a ocurrirle el día de mañana. Ni los hospitales están surtidos permanentemente de todos los componentes sanguíneos que, en un momento dado, podrían requerir. Todo depende, en un caso, del azar, y en otro, de la colaboración ciudadana.
Y la razón es muy sencilla. Toda la sangre que se utiliza en la práctica médico-quirúrgica de los hospitales proviene de las personas que la donan. Hay sangre porque existen donantes que facilitan ese producto biológico de forma periódica. Gracias a los donantes, es posible atender en los hospitales cualquier demanda de transfusión sanguínea o cualesquiera de sus componentes derivados, como el plasma o las plaquetas.
Es imprescindible la donación periódica de sangre, porque ese tejido no se manufactura artificialmente. Se trata de la única “medicina” que no se puede adquirir en un laboratorio porque ninguno ha sido capaz todavía de fabricarla. No existe sangre artificial ni ninguna sustancia que pueda sustituirla. No es cuestión, por tanto, de dinero o de pagar impuestos, sino de donarla. Eso convierte a los donantes de sangre en personas fundamentales para la asistencia sanitaria de todos, y deberíamos ser prevenidos al respecto.
Deberíamos prevenir esa asistencia colaborando en que los depósitos de los bancos de sangre hospitalarios estén siempre surtidos y listos para atender cualquier contingencia. Si lo prefiere, por una razón egoísta: porque usted mismo puede necesitarla. Nadie está exento de una enfermedad, un accidente o mil circunstancias más que podrían conducirlo a un hospital y requerir ser transfundido. Sería el peor momento para tomar consciencia de la trascendencia de la colaboración ciudadana y, quizás, demasiado tarde para buscar soluciones.
No crea que la sangre sólo sirve para paliar su pérdida en caso de accidentes y grandes hemorragias. La mayor parte de ella se destina a tratamientos convencionales de muchas enfermedades que no son urgentes, pero que sin sangre no se podrían abordar. Casi todas las intervenciones quirúrgicas se realizan previa reserva de sangre; anemias importantes precisan transfusiones de hematíes regularmente; otras patologías requieren el aporte de plasma o plaquetas para estabilizar la situación del paciente o contrarrestar los efectos de procedimientos que, como la diálisis, ocasionan hemólisis en los enfermos renales. Si a ello añadimos los tratamientos en cuidados intensivos, en grandes quemados, los trasplantes y las urgencias, por citar sólo algunas áreas que prescriben muchas transfusiones, se comprenderá mejor la permanente necesidad de sangre de los hospitales. Tanta necesidad que, diariamente, son requeridas centenares de unidades (bolsas) de sangre o sus hemoderivados en la rutina asistencial de cada uno de ellos.
Y la única manera de conseguir toda esa cantidad de sangre es mediante la donación altruista, voluntaria y periódica. El donante se convierte, así, en el factor estratégico que posibilita la atención sanitaria del conjunto de la población. Tanto si está sano y no la necesita, pero podría donarla, como si está enfermo y necesita sangre, cada persona es primordial en la estructura hemoterápica de la medicina. De ahí que, ante las premisas iniciales, la verdad resultante sea que donar es, en cuanto se asume como hábito de conducta, la única manera de garantizar la existencia permanentemente de sangre, en cualquier circunstancia. No es una disquisición teórica, sino un hecho real. Y la realidad es que usted -y todos- está impelido a ello por una comprensión racional del problema: porque usted puede donar sangre para salvar vidas o porque su vida puede depender de los donantes. Independientemente del lado en que le sitúe la fortuna, usted es la razón de ser de la necesidad de sangre en nuestra sociedad. Aunque puestos a escoger, ¿en qué lado de la balanza prefiere encontrarse?.