Lo más terrible, lo más desolador de estas nuevas formas de que han salido a la luz tras las revelaciones de Snowden y de otras que ya conocíamos (Google, Facebook, Microsoft, etc) es precisamente eso, su carácter masivo. Entre esta forma nueva de espiar y la clásica hay la misma distancia que entre la gran narrativa y el cine comercial de acción. La visión de mundo subyacente es igual en el espionaje masivo y en el cine comercial: un universo donde solo cuenta el despliegue de medios tecnológicos, siendo las pasiones, deseos y actos humanos un mero pretexto para mantener las máquinas activas y en ejercicio de su plena potencia de destrucción. Aquí no hay ya lugar para el misterio y mucho menos para el romanticismo. Nada de cenas íntimas en un restaurante de la Tour Eiffel con una bella y misteriosa mujer estilo Greta Garbo o con un galán elegante y culto a lo Sean Connery. Lo que hay es un hatajo de "nerds" preocupados fundamentalmente por su propio estatus socio-profesional y por contribuir a la estabilidad de un sistema que ellos identifican sin dudarlo un momento con el bien absoluto, sencillamente porque en ese sistema a ellos les va absolutamente bien.
Es este un escenario que a los lectores de Hanna Arendt les resultará sin duda familiar (no hay manera de ir a un sitio, aunque sea uno de estos refugios subterráneos de la , sin darnos cuenta de que Hanna Arendt ya había estado allí), si bien hay algunas diferencias. A estos funcionarios de ahora les es más fácil mantener sus conciencias tranquilas porque ellos trabajan sólo con paquetes de información que procesan, analizan y almacenan en bases de datos, y no tienen que mancharse las manos empujando seres humanos al interior de sucios vagones de tren, ni tienen que ver a subordinados suyos haciéndolo. Y, por otra parte, los derechos humanos que ellos, más o menos directamente violan, no son los "duros", los que nadie discute. Ellos no te matan ni te secuestran. El derecho a la vida y el derecho a la libertad de movimientos (registrados eso sí por el gps del coche, por el móvil o por la tarjeta bancaria) queda, en lo que a ellos respecta, a salvo. Lo que en todo caso entra en cuestión son otros derechos más "blandos", más discutibles. Derechos que tal vez no lo sean del todo pero que, en todo caso, los individuos mismos ceden generalmente de buen grado, enviando sus mensajes sin encriptar y aceptando cualquier pliego de condiciones que se les proponga sin ni siquiera leerlo.
Bien es verdad que, como resultado del análisis de toda esa información, de vez en cuando algún individuo se destaca de la masa anónima y es posible que se le apliquen procedimientos diferentes. Pero es ya asunto de otro grupo de funcionarios. Chavales más jóvenes y menos preparados técnicamente, que de hecho no han leído en su vida un sólo libro que no les hayan mandado en la escuela, pero que a cambio son unos expertos en juegos de ordenador, especialmente en los de simulación de vuelo y combate. Han pasado la mayoría de las horas de sus cortas vidas jugando, y aún siguen haciéndolo. ¿Y qué hay de malo en jugar, sobretodo si te lo paga el Gobierno? Son los "pilotos" de drones, las nuevas águilas del Imperio. En pocos minutos localizan la presa, cuya posición se obtiene por triangulación a partir de las tres centrales telefónicas más próximas al celular de la victima, o a través de las coordenadas de su gps si no ha tenido el cuidado de desactivarlo, y en pocos minutos él o ella (y su familia de paso si es que le pillan en su casa comiendo) dejan de ser un problema. ¿Y acaso no es ese el objetivo de toda tecnología: la solución de problemas?
Y es que hay otra gran diferencia entre nuestro tiempo y el de Hanna Arendt. Mientras que en los tiempos de Hanna Arendt el espionaje tenía un carácter marcadamente elitista y no se espiaba a cualquiera, sino únicamente a individuos potencialmente peligrosos y muy bien encuadrados en posiciones centrales de su entramado social; la muerte en cambio era lo más democrático que había. Si el espionaje era ante todo un arte, la muerte era de pleno derecho un proceso industrial del que diariamente se "beneficiaban" miles de individuos.
Ahora en cambio la situación se ha invertido. Que te maten se ha convertido en un raro privilegio del que pocos son merecedores. Te tienes que esforzar mucho para que se fijen en ti. Eso si, una vez que lo hacen no se escatiman medios. Pero el espionaje masivo es diferente. Hoy en día se espía a todo el mundo, y se espía todo lo que hacemos. No hay criterio selectivo ninguno. Y no hay criterio porque tampoco hay interés. Los que nos espían no sienten el más mínimo interés por la inmensa mayoría de nosotros. Lo que no deja de resultar chocante porque si hasta ahora había un caso claro de sumo interés de una persona hacia otra era precisamente el espionaje. Si descubríamos que alguien nos espiaba estaba claro que a esa persona le interesábamos muchísimo y le interesábamos por aspectos muy concretos de nuestra subjetividad, por lo que pensábamos o hacíamos o por lo que éramos. Ahora ya no es así. Somos necesarios para reconstruir toda la red de relaciones que, tras ser analizada aplicando algoritmos de ingeniería social, permiten descubrir los pocos puntos que sí son realmente interesantes, ocultos tal vez entre muchas capas de tejido social neutro pero con dos o tres relaciones esporádicas con algún punto caliente de la red. O se nos espía con el único propósito de descubrir que clase de cosas podríamos estar interesados en comprar, con la finalidad de colocarnos anuncios en los que haya más probabilidades de que hagamos "click" y así podérselos facturar al cliente.
El resultado de esto es que a la banalidad "arentiana" de los funcionarios (sean del gobierno o de las empresas) y de sus móviles, hay que añadir la banalidad de los objetivos y de los contenidos con los que la industria del espionaje masivo trabaja. Porque por muy interesantes y ricas de experiencias que puedan ser las vidas de la gente, en lo que a los objetivos de los gobiernos se refiere (seguridad nacional, lucha anti-terrorista, etc) son completamente banales y carentes de significado. Y a las empresas de publicidad y de marketing le van a interesar muy poco los contenidos más originales y creativos que podamos producir y se van a centrar más en nuestros comentarios más vulgares y estereotipados que son más ricos en marcadores de propensión al consumo.