La cultura de la imagen impuesta por la propaganda ha creado un nueva estructura psicológica en el individuo y con ello una conducta y un nuevo tipo de relaciones que determinan el modo de vida de la sociedad en general. En un sociedad donde la imagen está sacralizada, lo superfluo e intrascendente también está garantizado, la imagen en tanto que psicológica y física se afirma con lo espectacular y se engrandece con el yo, transformando al hombre en ente de ficción, es decir, irreal, al superponer la imagen que le ha sido implantada desde el exterior - por la cultura, las tradiciones, las costumbres y finalmente la propaganda - a su propia imagen primigenia.
De este hecho podemos deducir que las relaciones con sus semejantes se producirán en circunstancias donde la propaganda se haya administrado y dictado de tal forma que reproduzcan los pensamientos y posteriores voluntades de sus creadores, la asimilación de la propaganda por parte del hombre medio determinará su adaptación al sistema y lo proveerá de una serie de aptitudes que facilitarán su desarrollo.
Por lo tanto, la banalización del sexo en la sociedad es una consecuencia de la propaganda con unos fines concretos, determinar las relaciones sociales y conductuales de sus miembros, para de esta forma poder reemplazar el libre albedrío del individuo en cuestión. Si la finalidad del poder es el control - aumento o disminución- de la natalidad en una sociedad determinada, la propaganda como tal es un arma de doble filo que cumple la función designada por parte de la élite de poder.
Una aproximación a dicho control de la población por parte de la élite de poder lo podemos encontrar en la fábula de Aldous Huxley "Un mundo feliz", dónde las relaciones sexuales se habían transformado y sublimado de tal forma que sólo tenían un fin específico, que era el lúdico, para de esta forma restarle importancia y hacer del acto sexual en si algo frío, anodino y vulgar.