Van ríos de tinta sobre Brasil en estos últimos meses. No se habla ni de fútbol ni de juegos olímpicos. Todos hemos aprendido lo que significa la palabra impeachment. Está de moda para camuflar el actual golpe de estado. Un eufemismo más en esta época de tanta importancia de las palabras. Hemos asimilado incluso nombres de la política brasileña que nos eran desconocidos. ¡Que levante la mano quién sabía quién era Temer en las elecciones del 2014! Andamos en cursos acelerados sobre leyes e instituciones en Brasil para enterarnos qué es lo que se viene a partir de ahora. Comenzamos a estar un poco confundidos con tantos casos de corrupción de unos y otros. Hemos llegado hasta a incursionar en las cuestiones de contabilidad pública para conocer mejor cuál ha sido la excusa para derrocar a Dilma. Los más ilustrados, inclusive, ahora utilizan con naturalidad el término de “pedaleo fiscal” cuando antes nunca lo habían escuchado.
Lo sorprendente de esta brasileñomanía es que se ha prestado poca o nula atención a uno de los actores -seguramente- más decisivos en este episodio golpista. Como siempre, la mano invisible acaba permaneciendo invisible ante este tipo de hechos políticos. Sin economía, no hay debate político que se sostenga. Y viceversa. Es imposible entender qué ocurre en un país si no se observa con lupa cómo opera el sector financiero en estas circunstancias. La banca, en un mundo económico inmensamente financiarizado, tiene mucho que decir en cada cita política. Sea electoral o no. Este actor jamás queda por fuera de la escena del crimen.
La banca privada había vivido feliz con Lula y Dilma a lo largo de muchos años. En época de vacas gordas, la política económica en Brasil fue muy exitosa en redistribuir riqueza a favor de las mayorías. Políticas sociales, como el programa Bolsa Familia, fueron responsables de sacar a 36 millones de brasileños de la pobreza. Se generó empleo (20,8 millones de puestos de trabajo), se mejoraron los salarios y se crearon casi 80.000 nuevas pequeñas y medianas empresas. Sin embargo, todo esto se consiguió sin romper con las alianzas con el sector financiero. La banca privada nacional engordaba sus cuentas y el capital-golondrina financiero llegaba del exterior al calor de las altísimas tasas de interés. Por momentos, de las más atractivas del planeta. Un complejo equilibrio de ganar-ganar aplaudido por todos: alta aprobación de las mayorías y piropos de los medios internacionales. Por ese entonces, se llegó a hablar de Brasil como la tercera vía latinoamericana.
Pero el idilio no duró para siempre. Desde hace unos años, la reducción de la entrada de divisas vía exportaciones supuso una importante restricción externa. Los capitales golondrina amenazaron con irse a otros lugares si no se sostenía la elevada tasa de interés. Entonces, llegó el problema que sí constituye una de las principales razones de ser de este golpe. En un primer momento, Dilma cedió en su primer gabinete y colocó a Joaquim Levy en el Ministerio de Hacienda como contraparte para la negociación con la banca. Qué mejor que un banquero como interlocutor con sus pares. No resultó porque Brasil exigía una respuesta no neoliberal si es que no se quería ahogar en la austeridad. Levy buscó el ajuste, pero los resultados económicos y sociales no hicieron más que empeorar. Se cambió de Ministro y se optó por una propuesta más keyenesiana: mayores estímulos para la producción, más inversiones públicas (en redes ferroviarias, autopistas, aeropuertos y carreteras). Fue una apuesta a favor de la industria productiva y no para la banca.
No sólo no gustó el nuevo rumbo, sino que enfurecieron cuando el gobierno de Dilma quiso reducir la brecha entre la tasa de interés que cobran los bancos por prestar y la que pagan a los ahorradores (spread bancario). Este diferencial a favor de la banca privada, en Brasil, tenía de los valores más alto del mundo. La propuesta económica implicaba una reducción mínima de la rentabilidad del capital financiero, con una tasa de interés algo menor. Así, se pretendía reactivar la economía como lo hizo la Reserva Federal en Estados Unidos. Desde ese momento, la banca le juró muerte política a Dilma. Y así fue.
Ahora la banca celebra el golpe con una revalorización del real del 1,5% en estos días. La bolsa de Sao Paulo ha pasado de 50.000 a 54.000 puntos desde el día del golpe. La banca privada vuelve a estar contenta. El nuevo Ministro de Hacienda, Henrique Mieirelles, es ex banquero de Wall Street. A partir de ahora, lloverán recortes para la mayoría a medida que se inflan los beneficios para una minoría. Detrás del golpe a la democracia está la aversión a democratizar la economía.
Como siempre, la banca gana.
Alfredo Serrano Mancilla, @alfreserramanci
Director CELAG, Doctor en Economía