Cuando yo era un crío a menudo acompañaba a mi padre a Santa Coloma de Gramanet y a Badalona no sé por qué. Supongo que tenía por allí conocidos del Turó de la Peira o del hospicio, como llamaba él al orfanato de los Hogares Mundet donde estuvo interno hasta los dieciocho. De aquellas escapadillas de media mañana, recuerdo parar en San Roque (Sant Roc, Badalona) con seis, siete u ocho años y, ya en el coche, estar bastante cagado con el panorama. Aun así, si me diesen veinte euros por describir algo de aquello no podría: supongo que a un criajo de clase media le sorprendían las pintas, los edificios, la gente pidiendo y, sí, la cantidad de politoxicómanos que había. De adulto, he vuelto por allí un centenar de veces a pasear con los amiguetes y Sant Roc ha mejorado mucho; Badalona no tiene nada que ver con lo que fue: hace treinta años, Badalona era otro mundo (y Barcelona, que no se nos olvide) y Sant Roc, con sus eternos refugiados de las chabolas del Somorrostro, también.
Cualquiera que haya crecido en los ochenta en la periferia de una gran ciudad ha visto demasiadas jeringas y adictos. No digo nada nuevo. Hubo una época en que la heroína estaba en todas partes: en la calle, en la tele, en los «ten cuidado» y los miedos de la familia. La heroína despierta muchas emociones en cualquiera, no siempre buenas o malas de forma categórica, pero, sobre todo, tiene muchos nombres —jaco, caballo, colacao— y luchas muy distintas entre sí: está la lucha política, la social, la realidad (no tan) oculta que no es extraño negarse a uno mismo; está en los telediarios, en las columnas de opinión de los gurús que de todo saben, en los reportajes de los diarios con aires de cine quinqui, en las peleas callejeras entre los gitanos de la cocaína con los paquistaníes y los dominicanos de Badalona, en el edificio Venus y, por descontado, en el narcoturismo de las plazas del Raval.
Una calle del barrio de Sant Roc (Badalona). Foto: Marga CruzLa ley de la selva, sin buenos, solo los que conocen lo que hubo y a los que les importa tres cojones: porque se lucran a cualquier precio, porque no saben lo que viene después, porque están «enganchadísimos» y solo piensan en el siguiente pico. Pero ¿y qué, verdad? Poder escribir de esto, o leer sobre esto, es no tener la necesidad de vivirlo de veras: no estar sumergido a la fuerza: por error, por vida, por clase social. Salen noticias, claro que sí, pero solo nos demuestran que, quien generaliza, es un imbécil; ahí está María, politoxicómana de setenta y tres años que retrata el periodista Pedro Simón, la transformación del Toño en un zombi del Raval, las historias de superación (que también existen), como el «via crucis» y los diecisiete de enganche del David, que ya quedaron atrás.
En Barcelona, el ayuntamiento afirma que no hay más heroinómanos que ayer, o que el año pasado, pero en Sant Roc, La Mina y El Raval, que son aquellos vecinos que han estado siempre en primera línea de fuego, lo desmienten. En Badalona ni tan siquiera hay narcosala, dicen, ¿cómo van a controlar el número de casos si los yonquis van a ponerse en una furgoneta abandonada debajo de la autopista? Tampoco hay estudios detallados sobre el perfil del nuevo consumidor de heroína: unas noticias hablan de jóvenes de clase media alta, otros de cuarenta para arriba, también están los viajeros que vienen buscando narcopisos: esos que saben lo que significan unas bambas colgando del cable de la Telefónica.
La furgoneta abandonada donde muchos heroinómanos de Badalona se inyectan. Foto: DLFEn EEUU, la heroína está haciendo estragos. Nadie había visto algo así. Cuentan que no es un problema de blancos o de negros, de gente pobre o de gente rica: es una emergencia nacional. Es un rompecabezas con más aristas de las que nos podemos imaginar. Es probable que esa situación al otro lado del Atlántico haga un poco más fácil de entender por qué, en Cataluña, nadie sabe nada. Mientras, seguimos como siempre: en Barcelona, el ranking de decomisos de droga sigue aumentando (por algo somos la mayor puerta de entrada de droga a Europa); ¿y lo de educar a los más jóvenes?, cuando uno pierde un buen rato y lee, da la sensación de que nos creíamos que esto había quedado en el pasado, que las charlas de padres a hijos sobre el cigarro, el porro, el perico y el caballo que de chavales nos parecían tan exageradas y prejuiciosas habían quedado en otra época. Quizá toca volver a prevenir, a educar y a buscar otras alternativas con las que complementar la lucha contra la dama blanca, porque está claro que creímos que habíamos vencido antes de tiempo. Y quien no se crea nada de lo que se ha dicho aquí, que haga un pequeño ejercicio, que coja el coche (o un tren) y se vaya de paseo por Sant Roc, La Mina o El Raval. Al final, es la mejor forma de enfrentar la realidad: mirándola a la cara, de igual a igual.
NdA: El artículo más completo que he encontrado sobre la situación actual de Barcelona es el reportaje de David López Frías para El español titulado El caballo cabalga de nuevo por Barcelona: vidas tiradas en tres barrios enganchados. Lo he enlazado en la entrada, pero si alguien está interesado en informarse con más detalle, recomiendo su lectura: si bien no deja de ser «algo» sensacionalista, ofrece una instantánea global del problema.
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