Revista Cómics

La batalla de los espíritus

Publicado el 15 abril 2020 por Xavier Xavier B. Fernández

La batalla de los espíritus Las flechas acribillaban la madera podrida de los carromatos tras los que nos parapetábamos. Y los disparos la hacían saltar en astillas, porque algunos de aquellos demonios tenían fusiles. Al atisbar por encima del parapeto los veía, fugaces como espectros, ágiles como pumas, saltar de posición en posición, mientras nos hostigaban sin cesar. Trataban de rodearnos. El rumor constante de la lluvia hacía difícil oírlos, aunque lo cierto es que un guerrero perro no precisa mucha ayuda para lograr moverse en silencio. —¡Atrás! ¡Cubríos ahí detrás!—oí que gritaba el Padre Veracruz.
Cuatro yardas a nuestras espaldas, un grupo más compacto de carromatos ofrecían mejor parapeto que los dos carros desvencijados, y desperdigados, tras los que nos habíamos refugiado. Obedecimos al Padre, cruzamos aquellas cuatro yardas a la carrera, perseguidos por las flechas, y nos refugiamos, milagrosamente incólumes, tras los carromatos. Desde allí, algo más protegidos y algo más alejados, teníamos mejor perspectiva, y el tramo de terreno despejado ante nosotros les iba a hacer más difícil a los guerreros perro el poder rodearnos. Pero, entonces, empezaron a lanzarnos flechas incendiarias. No tenían mucho éxito, porque seguía lloviendo mucho y las flechas se apagaban en seguida, pero la madera vieja y reseca de aquellos carromatos, aunque ahora estuviera mojada por la lluvia, resultaba muy fácil de prender. Era sólo cuestión de tiempo que nuestros atacantes lograran su propósito, y ni siquiera era cuestión de mucho tiempo. —¿Cuántos son? ¿Alguien ha podido contarlos?—gritó el Padre. Lobo Gris alzó la palma de la mano con los cinco dedos extendidos, la cerró; la volvió a abrir, la volvió a cerrar; la abrió una última vez, ahora con sólo dos dedos extendidos. Cinco, cinco y dos. Lobo Gris había contado doce. Demasiados. Además, nuestra posición no era fácil: estaba a punto de oscurecer, nos habíamos quedado sin caballos, y nuestra ruta de escape era una planicie a campo abierto. Aun en el más bien poco probable caso de que les venciéramos, aquella escaramuza nos estaba haciendo gastar balas, y horas de luz diurna. No íbamos sobrados ni de lo uno, ni de lo otro. Y todos sabíamos que enfrentarse al Comodoro de noche y sin balas de plata era poco menos que un suicidio. Lobo Gris reemprendió su canto. —Este indio me saca de quicio—murmuró Bonnechance—Ahora no necesitamos que llueva más. Bastante empapados estamos ya, y ellos no creo que vayan a morir d e pulmonía. Nosotros tampoco, nos matarán ellos mucho antes. —Quizá esté llamando a los espíritus para que nos ayuden. Ya sabe, esos que dicen que bajan a la tierra con la lluvia—aventuré. —Sí, claro. Pues si esa es toda la ayuda a la que podemos aspirar, más nos valdría pegarnos un tiro ahora mismo. Y entonces, los vi. Cabalgando por entre la lluvia sobre sobre caballos de viento, sobre caballos de fuego, sobre caballos de agua y sobre caballos de polvo. Caballos de crines llameantes, más grandes que un búfalo, cuyos cascos nunca tocaban el suelo. Empuñaban arcos, lanzas y tomahawks. Iban adornados con plumas de águila, cuernos de búfalo, cornamentas de venado y pieles de lobo. El fogonazo de un relámpago los hacía de pronto visibles, y volvían a desaparecer cuando su luz se apagaba. Pero seguían allí, y volvían a ser visibles, por un fugaz instante, a cada nuevo relámpago. Eran los espíritus de los antiguos jefes tribales, cabalgando hacia la batalla en el plano intermedio entre la realidad y el mundo espiritual. Jefes sioux, navajos, lakotas, arapahoes, chiricahuas, mohicanos, pawnee, wichita, omahas, shoshone, wapeton, caddo, paiutes, modoc, winnebagos, y muchos otros. Eran majestuosos y gigantescos, pues su tamaño estaba en consonancia con la grandeza de su espíritu. Mientras Lobo Gris cantaba de forma monótona e ininterrumpida, ellos cabalgaron hacia nosotros y a través de nosotros, y cargaron contra las líneas de los guerreros perro, que los miraban asombrados y, probablemente, aterrados. Los espíritus les lanzaron sus flechas y sus lanzas, y éstas atravesaban los cuerpos de los guerreros perro sin causarles ninguna herida, pues eran armas espirituales. Pero, por eso mismo, mataban su espíritu, que se manifestaba como un humo negro que se dispersaba de pronto, al paso del arma. Pues su espíritu se había ennegrecido y corrompido cuando aceptaron convertirse en los servidores de seres malignos como el Comodoro. Y sus cuerpos físicos, desconcertados tras perder bruscamente el espíritu que los animaba, eran víctimas fáciles para nuestras balas. Quizá os preguntéis cómo sé tanto sobre los indios y su mundo de los espíritus. La verdad es que, entonces, lo ignoraba todo sobre ese tema. Lo que os acabo de contar lo aprendí, algo después, de Lobo Gris. Sí, ya sé que os he dicho que Lobo Gris no sabía hablar nada más que español y lakota, y que yo no hablo ninguna de esas lenguas. Era cierto, y sigue siéndolo, pero es que Lobo Gris no me habló con palabras… pero eso ya os lo explicaré más adelante, a su debido tiempo. Tened paciencia. Y volvamos a nuestra batalla con los guerreros perro en el valle de los carromatos fantasma, bajo la lluvia incesante y los relámpagos intermitentes. La aparición de los espíritus había trocado la suerte de la batalla a nuestro favor. Salimos de detrás de nuestro parapeto y les disparamos sin cesar, hasta matarlos a todos. Eran doce, en efecto, los conté, no faltaba ninguno. A pie, lentamente, en guardia, atravesamos el arco de entrada y nos acercamos a las edificaciones. Había dejado de llover, y las nubes se estaban disipando, revelando un cielo que enrojecía por la parte del horizonte, tras el que el sol, un disco rojo de luminosidad cada vez más débil, parecía querer esconderse.Su luz lo pintaba todo de rojo a nuestro alrededor. Y los espíritus de los antiguos jefes desaparecieron con la lluvia. O, cuando menos, dejaron de hacerse visibles a la luz de los relámpagos, porque ya no había relámpagos. Sin que nadie más saliera a nuestro paso para impedírnoslo, llegamos al amplio porche columnado que cubría la fachada delantera de la vivienda principal. Allí, el viento hacía moverse una mecedora que, en su vaivén, hacía crujir las tablas del suelo. Ese era todo el ruido que se detectaba por los alrededores. El carro del viejo Joshua, con una lona embreada que lo cubría parcialmente, estaba aparcado de cualquier manera ante el porche. El Padre Valdemar puso una mano sobre el pomo de la puerta de entrada, y ahí la dejó quieta, por unos instantes. Miró a lo lejos, hacia el horizonte, y vio los últimos rayos del sol esconderse al otro lado de la curva del planeta. —Caballeros—dijo entonces— Ya es de noche. Y vamos a entrar en el cubil de la bestia, allí donde es más poderosa. Pero debemos vencerla ahora. Ya hemos perdido demasiado tiempo. Nadie respondió. El Padre abrió la puerta, y accedimos a la oscuridad interior. La batalla de los espíritus Próximo capítulo:

En el cubil de la bestia




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