Componer una partitura, dirigir una orquesta o escribir un libreto no resulta nunca un gesto neutro y, sin embargo, durante el periodo de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial (IIGM) los compositores de música clásica adquirieron una relevancia política clave para entender el curso de la historia. A pesar de las diferencias existentes entre los diversos países, se pueden observar ciertos patrones en los programas musicales impulsados por los distintos Gobiernos de la época, que obedecen claramente a unos propósitos ideológicos. Así, buena parte de las democracias liberales y una jovencísima Unión Soviética impulsaron unos estilos de música vanguardistas o populares durante las décadas de 1920 y 1930, mientras que los fascismos llegarían a censurar el arte experimental. La guerra acabaría transformando la música al forzar a los principales compositores a prestar su batuta a la causa bélica, de manera coetánea en la República de Weimar, los EE. UU. de Roosvelt, la URSS de Stalin o la España franquista. La música clásica operó como otra arma ideológica más durante las décadas centrales del siglo XX.
El periodo de entreguerras: un frenesí musical
Entender el papel que jugaría la música clásica durante la Segunda Guerra Mundial pasa por acercarse a la locura musical que se vivió durante las décadas posteriores a la Primera Guerra Mundial tanto en Europa como en Estados Unidos. La riqueza musical que se vivió en este periodo fue alimentada en parte por el apabullante ambiente intelectual y político, pero también por el conjunto de programas musicales impulsados desde los Gobiernos. El vivo ejemplo de ello sería la Alemania de Weimar, ese débil sistema político surgido tras la pérdida de la Primera Guerra Mundial que trataba de recuperarse de las heridas y las reparaciones de la guerra y, ante todo, en el que la convivencia entre marxistas, socialdemócratas y nacionalsocialistas se fue volviendo cada vez más violenta. Este contexto político fue el marco donde surgió una mezcla de jazz, cabarets y por supuesto una música clásica impregnada de todo ello. Bajo el mando del ministro de Cultura y Educación, Leo Kestenberg, la República de Weimar quiso dar a las políticas sociales y culturales una nueva dimensión, tratando de hacer una música social y accesible para todos los públicos, un arte para el pueblo. Bajo este lema, Kestenberg impulsó programas de educación, propuestas teatrales totalmente innovadoras y vanguardistas, y, por primera vez, a unos precios asequibles para los trabajadores —al fijar el precio de la ópera según el salario de un trabajador manual—.
En este mismo contexto un grupo de compositores simpatizantes con los vecinos bolcheviques —como Kurt Weill, Paul Hindemith o Ernst Krenek— entendieron que había que hacer obras a las que los obreros no solo pudieran asistir como espectadores, sino que también reflejaran sus problemas reales. Sirviéndose del jazz que reinaba en los cabarets de las noches berlinesas, este grupo de compositores revolucionaron la ópera tradicional al crear la zeitoper, una suerte de ópera satírica que se presentaba como un diálogo entre la alta cultura y la cultura popular. Con esta innovación, la ópera iba a dejar de situarse en ambientes palaciegos o mitológicos e iba a aterrizar de lleno en fábricas, prostíbulos y tugurios de mala muerte, como ocurre en la celebre Ópera de cuatro cuartos (1922) de Kurt Weill, con libreto de Bertol Brecht. Era su manera de protestar contra el orden burgués por un lado, y por otro de enfrentarse a la música elitista identificada en las obras de Schoenberg o Alban Berg, con sus modelos atonales o dodecafónicos. Ambos lideraban un sistema de composición que venía desarrollándose desde principios del siglo XX y desafiaba los sistemas tradicionales al no ordenar las doce notas de manera jerárquica, y, que pese a gozar de popularidad entre algunas clases, se encontraba muy alejado de las aspiraciones proletarias del momento.
Para ampliar: El ruido eterno. Escuchar al Siglo XX a través de su música, Alex Ross en Seix Barral, 2009
La música clásica se suma a la batalla ideológica
De manera paralela, en otras partes del mundo distintos Gobiernos pusieron en marcha programas musicales parecidos al de Kestenberg con el objetivo de llevar las composiciones de música clásica a las clases populares. Durante la Segunda República española la Junta Nacional de Música de la República, impulsada por Adolfo Salazar, tendría no solo esta misión sino también la de traer los criterios musicales europeos más vanguardistas y, sobre todo, ser un sostén ideológico de la República, algo que terminaría con la llegada del franquismo. Al otro lado del Atlántico, los Estados Unidos de los años 30 fueron otro hervidero musical gracias, en buena medida, al programa de formación musical impulsado por Franklin D. Roosevelt denominado Proyecto Federal Musical. Con el crack de la bolsa de Nueva York en 1929, el presidente Roosevelt había lanzado el New Deal, un programa destinado a reactivar la economía que contaba con un programa específico para el desarrollo de las artes y la música.
El Proyecto Federal Musical anunciando conciertos sinfónicos a precios populares en Nueva York. Fuente: Library of the CongressDe nuevo, el propósito era expandir la cultura a todas las capas sociales, algo que acabaría sucediendo a lo largo y ancho del país favoreciendo la creación de multitud de orquestas y conservatorios. Un sector importante de los compositores estadounidenses durante está época dorada llegó a simpatizar con las ideas socialistas del momento, algo que tratarían de plasmar en sus partituras con resultados distintos, ya sea distorsionando el himno americano en el ballet de Hear Ye! Hear Ye! de Aaron Copland, o con óperas de carácter revolucionario como The Cradle Will Rock del comunista Marc Blitzstein, donde se incitaba a la insurrección de los obreros. No obstante, esto no significa que bajo el New Deal se estuviera dando carta blanca a las ideas socialistas, ni mucho menos, puesto que el día del estreno de la obra de Blitzstein el Gobierno trataría de censurarla por miedo a que inspirara una revuelta popular.
Durante estos años el clima político del periodo de entreguerras iría dejando su impronta en algunas obras de música clásica, pero a medida que se fue acercando la IIGM resultó cada vez más difícil para compositores y representantes políticos obviar que la música era un instrumento poderoso capaz de influir en millones de personas. Las partituras comenzaban a politizarse cada vez más y fue en este contexto en el que el compositor alemán Hanns Eisler comenzó a componer óperas socialistas, así como canciones populares e himnos para ser cantados por el Sindicato de Obreros-Cantantes y despertar conciencias. Posteriormente, cuando se exilió con la llegada del Tercer Reich, Eisler llegaría a ser el director de la Oficina Musical del Komintern, el instrumento de promoción musical de la URSS para tratar de expandir sus ideas socialistas al resto del mundo. Eisler había entendido a la perfección la idea de la música como nueva forma de batalla y predicó al resto de sus compañeros la necesidad de hacer una música útil, que apoyara la causa republicana española durante la Guerra Civil española, o a la RDA años más tarde.
Ya durante la guerra, los contendientes entendieron la utilidad de la radio como medio fundamental de doctrina músical, como hizo la Alemania de Hitler. La BBC británica no se quedó atrás, llevando a cabo una potente programación de música clásica durante la IIGM para todos los hogares en guerra pero especialmente dedicado a los soldados que se encontraban en el frente. Algunos dicen que el público de música clásica durante la guerra se expandió como no lo habría hecho durante épocas de paz. Más allá de potenciar la música clásica, es interesante el debate que se planteó en los estudios británicos sobre la retransmisión de compositores alemanes como Beethoven o Wagner, o algunos italianos como Verdi y Puccini, al tratase de “música enemiga”. Finalmente, estos autores no dejarían de retransmitirse, pero se reduciría la frecuencia con la que se emitirían sus obras para no pagar los royalties al bando enemigo o difundir en exceso la identidad a combatir.
El fascismo contra las vanguardias musicales
Parece que todos los regímenes fascistas compartieron el mismo odio por la música dodecafónica y vanguardista de la primera mitad del siglo XX. En España, con el final de la Guerra Civil y la instauración del régimen franquista, toda la vanguardia musical de la República llegó a su fin y dejó paso al folklore y el flamenco o formas musicales más austeras, acordes a la ideología del régimen. El Instituto Español de Musicología, creado en 1944, se constituyó con el objetivo de acabar con la música “inmoral”, “negroide” y “de gays” que representaba el jazz o sus derivaciones vanguardistas y, por el contrario, trató de fomentar una música que contribuyera a la idea de la hispanidad, de ahí que se rescatara al primer Falla o al Albéniz más andalucista.
El compositor y director de la Cámara de Cultura del Reich, Richard Strauss, saluda a Joseph Goebbels, ministro de Propaganda. Fuente: Wikimedia CommonsLos gustos de la Alemania nazi siguieron un rumbo parecido, aunque desde el inicio el Tercer Reich se cuidó de garantizar y fomentar un extenso y sólido programa musical. No era ya solo que el propio Hitler fuera un apasionado de la música clásica —especialmente de Wagner, Mahler (a pesar de ser judío) Beethoven o Bruckner—, sino que en el ideario nazi la excepcionalidad de la música alemana era uno de los elementos que los diferenciaban del resto de naciones. En palabras del ministro de propaganda Goebbels, la música era parte de la esencia de los alemanes, tal y como demostraba la cantidad de compositores y teatros que había dado esa nación. Por ello, había que reconducir la música borrando aquellas obras corruptas compuestas por compositores socialistas, judíos o dodecafónicos y volver a la grandeza histórica germánica.
Compositores que habían considerado una degeneración la música de las décadas anteriores dieron la bienvenida a esta nueva dirección musical, como es el célebre caso de Richard Strauss, quien llegó a dirigir la Cámara de Cultura del Reich. Durante su mandato al frente de la música nazi, no hubo unas directrices políticas sobre la forma de composición, al contrario de lo que ocurriría en la Unión Soviética, pero la censura sí que fue una constante. Los compositores de origen judío fueron obligados a dimitir de sus cargos, cuando no a exiliarse, y aquellas obras que tuvieran cualquier tipo de relación con lo judío —ya fuera en sus melodías o porque sus libretistas lo eran— fueron censuradas, como Mendelssohn o La Mujer Silenciosa del propio Richard Strauss, ya que el libretista Stefan Zweig era judío. Aquellos que no eran judíos pero no encajaban en los gustos musicales del Reich fueron calificados como arte degenerado, y así Stravinsky, el dodecafonismo o todas las zeitoper dejaron de interpretarse en los teatros alemanes. Únicamente se siguieron permitiendo las obras de aquellos compositores que no se habían enfrentado a los nazis y habían continuado componiendo obras grandiosas de exaltación patriótica al estilo de Carmina Burana de Carl Orff, Hans Pfitzner o el propio Alban Berg.
El concepto de “arte degenerado” fue inaugurado con la exhibición propagandística de 1937 organizada por las autoridades nazis. Fuente: Richard Campbell Collection, Box 1. Folder 7Música para construir el socialismo
La Unión Soviética, por el contrario, sí que estableció una serie de pautas musicales dirigidas desde el Departamento de Agitación y Propaganda de la Sección Musical de Editores Estatales. Los primeros años de la Unión Soviética habían tratado de fomentar una música experimental dirigida al obrero: era elaborada a partir de sonidos de fábricas, por ejemplo, en un intento por distanciarse de la música clásica burguesa del anterior régimen zarista. A partir de los años 30, ya bajo el régimen de Stalin, la música tuvo que dejar de ser experimental para centrarse en la clase trabajadora y estar al servicio de la revolución, es decir, una música optimista que reflejara los grandes hitos y bondades del régimen. De ahí los numerosos encargos a los compositores, principalmente a Shostakóvich o Prokófiev, de sinfonías dedicadas a la revolución de octubre o para las bandas sonoras de las películas de Einsestein.
Con la entrada de la URSS en la IIGM la doctrina musical fue más allá, exigiendo unas melodías que alentaran el nacionalismo y la unidad soviética para hacer frente al enemigo. El Politburó no podía permitirse el lujo de óperas negativas como Lady Macbeth de Shostakóvich, quien tras esta partitura siempre estuvo en la cuerda floja para los críticos musicales del régimen. Más allá del optimismo y las censuras de determinadas obras a capricho de Stalin o los críticos musicales, la URSS vio en la música un medio para mantener la moral alta y la normalidad durante las horas más bajas de la guerra, de ahí que los conciertos se siguieran representando durante todos los años que duró el conflicto o se llegara a evacuar artistas que se encontraban en el frente.
Aunque si hay un momento cumbre en el que la música clásica fue realmente utilizada como arma en el terreno de batalla, fue el 9 de agosto de 1942 en el asedio de Leningrado. Durante la llamada Operación Borrasca las autoridades comunistas decidieron retransmitir la séptima sinfonía de Shostakóvich —que llevaba el mismo nombre de la ciudad, Leningrado— a través de altavoces en el campo de batalla con el objetivo de animar a las tropas soviéticas que combatían a los alemanes. Esta sinfonía, compuesta con melodías e instrumentos que recordaban a marchas militares, ofrecía una interpretación del asedio a la ciudad de Leningrado con un final esperanzador. Literalmente, la música había entrado en la guerra.
Estados Unidos desnazifica Alemania
Con el final de la IIGM y la victoria de los Aliados comenzaría todo un proceso de desnazificación de todos los aspectos políticos y sociales de la vida alemana, incluida la música clásica. Era imposible obviar que esta había jugado un papel central en la ideología y la política nazi, donde la mayoría de los mítines políticos se abría con música de Wagner o algún otro compositor del gusto del régimen. Por ello, bajo el lema de “liberar la mente alemana”, el Gobierno estadounidense de ocupación diseñaría toda una estrategia musical para acabar con la percibida superioridad cultural alemana sin llegar a censurar a los grandes compositores germanos. Lograr la desnazificación sin humillar a la población alemana pasó por depurar el tinte hitleriano de las obras a la vez que se seguía interpretando a autores del Tercer Reich como Strauss o Pfitzner y se recuperaba a otros considerados degenerados por los nazis —excepto a aquellos de tendencias comunistas como Weill o Eisler—.
Para ampliar: “El eterno tabú alemán”, Astrid Portero en El Orden Mundial, 2018
Como parte de esta estrategia, los estadounidenses no solo reconstruyeron —literalmente— la música, con la restauración de teatros y conservatorios que habían quedado arrasados tras los bombardeos, sino que comenzaron su proceso de difusión de la cultura estadounidense. Se trató de algo similar a lo que experimentó Alemania tras la Primera Guerra Mundial, aunque esta vez de una manera mucho más dirigida, con la vuelta del jazz, pero también con la llegada de compositores americanos como Aaron Copland, John Evarts o John Cage, no tan arraigados en la Europa de entonces. La cifra de un total de 57 obras americanas representadas nada menos que 173 veces tan solo un año y medio después del fin de la guerra da una idea del afán con el que se trajeron las partituras estadounidenses a los teatros alemanes.
Curso de 1957 en la Escuela de verano de Darmstadt. Fuente: WikipediaNo obstante, si hay un programa estrella del periodo de desnazificación y que constituiría el punto de partida de la nueva música del resto del siglo XX sería la Escuela de verano de Darmstadt (Alemania), creada en 1946. Estos cursos de música clásica se convertirían rápidamente en el epicentro europeo de la nueva música internacional, y reivindicarían a antiguos artistas considerados rechazados por los nazis —como Schoenberg o Stravinsky—, así como a una nueva corriente de autores como Pierre Boulez, Luigi Nono o Stockhausen, los nuevos compositores a partir de los años 50. La Escuela de verano de Darmstadt daba el pistoletazo de salida de lo que sería el siguiente capítulo de esta historia: la batalla cultural de la Guerra Fría entre EE. UU. y la Unión Soviética en el plano musical.
La batalla por la música clásica en la Segunda Guerra Mundial fue publicado en El Orden Mundial - EOM.