Revista Libros
«Odiseo viola la dulzura del canto con el punzante y obsceno mástil de su barco, sometiendo con ello a las atroces cantoras que, según algunos, se suicidan, despechadas, como la Esfinge tebana al ser despojada del velo de sus enigmas: idea absurda, que Homero no transmite. ¿Puede morir la Muerte? ¿Va la Muerte a suicidarse porque un simple súbdito suyo, un mortal, la burle de momento valiéndose de una treta infantil y siguiendo los consejos de una turbia hechicera? No: ahí está y ahí se queda la isla de las cantoras, con sus huesos y sus flores, esperando tranquilamente, bajo los astros, a que aparezca un nuevo barco. Ahí la encuentran los Argonautas —antes que Odiseo en el mito, en la cronología literaria después, ya que el episodio es narrado por el poeta helenístico Apolonio—, que logran pasar ante ella, gracias a la potencia del canto de Orfeo.
Vista la representación desde el contracampo, ¡qué soledad la de las Sirenas, reinando entre huesos y desperdicios, alisándose las plumas al sol, en una isla remota cuyas flores no llegan a atenuar con sus perfumes los vapores de la corrupción! ¡Qué alegría las embriagaría cuando vieron aparecer en el horizonte el corvo bajel de proa azulada, con su cargamento de hombres atezados, comandados por Odiseo, el héroe de los cabellos como racimos de jacintos! ¡Y qué ofensa para ellas que cantos tan elaborados, tan sabiamente dosificados en sus perfumes y venenos, fueran a parar a oídos sordos, a orejas taponadas con la cera segregada por las abejas industriosas, las estúpidas abejas que trabajan y trabajan y trabajan y se afanan mientras las cigarras, los pájaros y las Sirenas cantan en los árboles, las rocas y las nubes!
¿Qué sintió la blanca Leucosia cuando aquel frágil cascarón de pino pasó sin detenerse ante sus ojos glaucos, cuando su canto encontró un muro de cera que le impedía llegar al corazón de los itacenses, que poco antes habían hozado como cerdos en las moradas de Circe?
¿Acaso no fue lo peor de todo para Ligia el hecho de sentir que la melodía fascinaba a Odiseo y que unas maromas de áspero cáñamo le retenían atado al poste de tormento de una impotencia que era potencia contra ella?
¿Qué pensó Parténope cuando las espirales de armonía que salían de su boca de virgen se enredaban en el áspero palo? ¿No resultó peor que ser violada en cualquier burdel de puerto por un marino extranjero al que las dulzuras de su acento resultaran indiferentes?
Ser vencidas por los ritmos arrebatadores de Orfeo constituyó una derrota soportable, incluso honrosa; ser rebasadas por excombatientes que hacían oídos sordos, una humillación.»
(...)
«Las Sirenas de mar me interesan poco, salvo la Doña Teodora de Álvaro Cunqueiro, griega de nacimiento, que a la muerte de su amigo el vizconde portugués, quiso meterse monja en un monasterio de la laguna de Lucerna. Como tenía la cola rosada y se la quería teñir de luto, recurrió a Don Merlín. Realizó éste el encargo sumergiéndola en una tina llena de un caldo cuyos ingredientes recojo, por si alguien se ve en la tesitura de tener que enlutar un pescado. Son los siguientes: polvo de oro sulfatado, cuatro mezclas de corteza de nogal, extracto de campeche y crémor tártaro. Hay que remover esto durante una hora con una varita de plata y luego añadir un puñado de sal. Con tal mixtura, la cola viene a quedar de un color negro brillante, con un filo de oro en el borde de cada escama. Y es lástima que las Sirenas de mar carezcan de ombligo, porque si lo tuvieran, el mejor aderezo de este luto consistiría en una cuenta de azabache —piedra, por otra parte, que protege del mal de ojo— puesta en él, o bien una monedita de oro como las que traen las moras en las orejas y en los chalequillos.»
Pilar PedrazaLa bella, enigma y pesadillaTusquets, 1991