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La Biblioteca del Patio del Pájaro Azul (II)

Publicado el 13 septiembre 2011 por Cosechadel66

Bueno, pues vamos a por los cinco primeros puestos de la mejor biblioteca que nunca ha tenido un patio de vecinos. Los cinco libros que más gustan en Twitter, lo cual no quiere decir, necesariamente que sean los cinco mejores, sino que son los que los vecinos de este Patio del Pájaro Azul tienen en más estima.

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En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouchè Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores.

Así comienza el quinto puesto de la lista, El Perfume, de Patrick Süskind (1985), una historia que, al contrario que su protagonista, si tenia olor propio: el del éxito. Una particular biografía que nos adentra en la mente de un aún más particular personaje, del que desde el principio se nos deja claro tanto su inmoralidad como su genio, y con el que iniciamos un camino inseguro en el juicio sobre el conjunto de su personalidad, pero ávido de observar su desarrollo y acciones. El Perfume posee la fascinación de lo extraño mezclado con algo tan cotidiano como es el mundo de los olores, que se nos presenta como algo totalmente diferente a lo que estamos acostumbrados, como si de repente nos dijeran: “Mira con lo que andas todos los días sin darte cuenta”. La amoralidad del personaje nos va presentando continuamente preguntas a las que debemos responder queramos o no, con lo que la lectura es tan inquietante como atrayente. Un libro recomendable si o si.

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Cuando el señor Bilbo Bolsón de Bolsón Cerrado anunció que muy pronto celebraría su cumpleaños centésimo decimoprimero con una fiesta de especial magnificencia, hubo muchos comentarios y excitación en Hobbiton. Bilbo era muy rico y muy peculiar y había sido el asombro de la Comarca durante sesenta años, desde su memorable desaparición e inesperado regreso. Las riquezas que había traído de aquellos viajes se habían convertido en leyenda local y era creencia común, contra todo lo que pudieran decir los viejos, que en la colina de Bolsón Cerrado había muchos túneles atiborrados de tesoros. Como si esto no fuera suficiente para darle fama, el prolongado vigor del señor Bolsón era la maravilla de la Comarca. El tiempo pasaba, pero parecía afectarlo muy poco. A los noventa años tenía el mismo aspecto que a los cincuenta. A los noventa y nueve comenzaron a considerarlo «bien conservado», pero «sin cambios» hubiese estado más cerca de la verdad. Había muchos que movían la cabeza pensando que eran demasiadas cosas buenas; parecía injusto que alguien tuviese (en apariencia) una juventud eternay a la vez (se suponía) bienes inagotables.

El comienzo del libro que ocupa el cuarto puesto, El Señor de los Anillos, de J.R.R. Tolkien (1954), no deja entrever, ni mucho menos. las dimensiones de la historia en la que nos embarcamos. Lo que parece comenzar casi como un cuento para niños terminará siendo un auténtico viaje a todo un mundo nuevo, la Tierra Media, descrito con el mayor detalle posible, y a una aventura en ella de tintes épicos y grandiosos. La eterna lucha entre el bien y el mal, la amistad, la humildad… son llevados a un escenario cautivador, directamente relacionado con la mitología escandinava y que nos hace espectadores de un espectáculo que termina por envolvernos de una manera que pocos libros han conseguido en la historia. Porque leer el Señor de los Anillos es oir los pasos de la Compañía retumbar en los muros de las Minas de Moria, defender espada en mano el Abismo de Helm del ataque de los orcos, cabalgar con los jinetes de Rohan, maravillarse con los elfos o reirse con las ocurrencias de cualquier Hobbit. Quizás más que con cualquier otro libro de aventuras, EL Señor de los Anillos tiene la virtud de incorporarte a la historia, de hacerte sentir en esa Tierra Media. Quizás esa sea la causa que impulsa a tantos fans a intentar repetir esa experiencia por medio de juegos de mesa, consolas, películas, cómics, o cualquier otro medio que se les ponga a tiro.

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Ya al final de mi vida de pecador, mientras, canoso y decrépito como el mundo, espero el momento de perderme en el abismo sin fondo de la divinidad desierta y silenciosa, participando así de la luz inefable de las inteligencias angélicas, en esta celda del querido monasterio de Melk, donde aún me retiene mi cuerpo pesado y enfermo, me dispongo a dejar constancia sobre este pergamino de los hechos asombrosos y terribles que me fue dado presenciar en mi juventud, repitiendo verbatim cuanto vi y oí, y sin aventurar interpretación alguna, para dejar, en cierto modo, a los que vengan después (si es que antes no llega el Anticristo) signos de signos, sobre los que pueda ejercerse la plegaria del desciframiento.

El párrafo anterior no es exactamente el primero de nuestro tercer puesto, El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco (1980), pero si es muy significativo como introducción al libro. Hechos asombrosos y terribles, nos dice Adso. Y, en efecto, no decepciona en nada la historia a estas palabras, porque asombrados asistimos al desarrollo de una historia de sucesos terribles, como lo son siempre los asesinatos. Pero como suele ocurrir en las historias sobre crímenes, nada es lo que parece. Es una historia detectivesca, es cierto, pero hay más, mucho más, como si eso sólo fuera la primera capa de la cebolla. Y será por capas, oiga. Borges, San Agustín, Conan Doyle, Aristóteles…. el número de nombres a los que de manera más o menos abierta referencia el libro es abrumador. Tan abrumador que hasta el propio Eco ha declarado recientemente que pretende hacer una versión “aligerada”. En mi muy personal opinión, sería un error, pero allá él con su obra. No es necesario investigar todos los recovecos de la novela para disfrutar de su lectura, que se adapta perfectamente al nivel de conocimiento que cada uno podamos tener, gracias a una estructura muy clásica y a unos personajes que terminan por hacerse inolvidables.

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Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.

El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de varices por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.

El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de varices por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.

En el segundo lugar, una collejita, oiga. Que nadie se asuste, que es para mi mismo, porque he de confesar que no he leído 1984, de George Orwell (1949). ¿La razón? Pues es de esas cosas que no sabes explicar muy bien. Varias veces he estado tentado de empezarlo, con el añadido que no me disgusta en absoluto lo que conozco de ella, pero por una razón u otra jamás lo he hecho. Asi que si algún amable lector quiere añadir una reseña de su cosecha…. está tardando.

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Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.

El número 1, el primero de la lista es, claro, Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (1967). Confieso que el libro me enamoró desde aquella primera vez que leí su primera frase, y no lo dejó de hacer hasta la última. Y desde aquellos días en los que lo leí, la respuesta a la típica pregunta de “¿Cual es tu libro favorito?”, ha sido invariablemente la misma. En cada relectura he quedado atrapado; en todas ellas la fascinación hacia la historia, los personajes y la manera de escribir de García Márquez ha sido absoluta.

Volveré a leer Cien años de Soledad. Y no será la última. Y me gusta, me gusta mucho, compartir esa fascinación y querencia por la novela de García Márquez con mis vecinos de el Patio. Y me resulta curioso, y en cierto modo, gratificante, que de estas cinco primeras posiciones de nuestra Biblioteca, el primer puesto sea el único que no tiene versión cinematográfica. Puede (y sólo puede) que ni siquiera el cine, con todos sus efectos especiales y posibilidades técnicas pueda llegar a recrear la proyección mental que cada uno de nosotros tenemos de Macondo y sus habitantes. O eso me gustaría pensar.

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