La sala oval de la Biblioteca Warburg.
Rafael Argullol trae a la memoria la increíble historia de la Biblioteca Warburg, que había escuchado hace tiempo, pero de la cual no conocía ciertos detalles:
El 12 de diciembre de 1933, dos barcos de vapor, el Hermia y el Jessica, remontaron el río Elba con un cargamento de 531 cajas. Abandonaban el puerto de Hamburgo con el propósito de dirigirse a los muelles del Támesis, en Londres. En las cajas, además de miles de fotografías y diapositivas, estaban depositados 60.000 libros. En principio, se trataba de un préstamo que debía prolongarse a lo largo de tres años. La realidad es que los libros ya no emprendieron el viaje de regreso a su lugar de origen, consumándose, así, el traslado definitivo, desde Alemania a Inglaterra, de la Biblioteca Warburg, una de las empresas culturales más fascinantes del siglo pasado y quizá la que resulta más enigmática desde un punto de vista bibliófilo.
Como estamos mucho más habituados a las imágenes de libros en las hogueras, resulta difícil de imaginar el proceso contrario: la salvación de una gran biblioteca del acecho de las llamas. La de Alejandría fue incendiada varias veces, y tenemos abundantes noticias sobre quema de libros en cualquier época sometida al fanatismo, hasta el pasado más reciente. Por eso llama la atención lo ocurrido con la Biblioteca Warburg. Curiosamente, todo fue muy rápido, pese a que las negociaciones secretas entre los alemanes y británicos implicados en el plan de salvación de la biblioteca fueron largas y laboriosas. A principios de 1933, Hitler alcanzó el poder, y a finales de ese mismo año los volúmenes que Aby Warburg había reunido en el transcurso de cuatro décadas ya se encontraban en su nueva morada londinense. Los acontecimientos se precipitaron, sometidos al vértigo sin precedentes de un periodo que culminaría en el mayor desastre de la historia. Los continuadores de la obra de Aby Warburg -pues este había fallecido un lustro antes- pronto advierten que será imposible proseguir con su labor bajo la vigilancia nazi. En consecuencia, empiezan los contactos destinados al traslado. Primero se piensa en la Universidad de Leiden, en los Países Bajos, donde escasean los fondos para el futuro mantenimiento. Después, en Italia, el lugar más adecuado de acuerdo con el contenido de la biblioteca, pero el menos fiable tras el largo Gobierno de Mussolini. Finalmente, se impone la opción británica. Eric M. Warburg, hermano de Aby, escribió una crónica pormenorizada de las negociaciones que, como apéndice, se incluye en el recién publicado texto de Salvatore Settis Warburg Continuatus. Descripción de una biblioteca (Ediciones de la Central y Museo Reina Sofía). El relato nos introduce en una trama de alta intriga.
¿Por qué era tan singular la Biblioteca Warburg? Es difícil obtener una respuesta unívoca. De la lectura del libro de Salvatore Settis, así como de la del también reciente y muy recomendable ensayo de J. F. Yvars Imágenes cifradas (Elba), se desprende una suerte de paisaje de círculos concéntricos según el cual la misteriosa personalidad de Aby Warburg abrazaría la estructura de su biblioteca, del mismo modo en que los hilos de la telaraña no pueden comprenderse sin el instinto constructor del propio insecto. También las explicaciones, ya clásicas, de Fritz Saxl, Ernst Cassirer, Erwin Panofsky o E. H. Gombrich sobre el maestro de Hamburgo apuntan en la misma dirección. Lo que podríamos denominar el caso Warburg se refiere a un hombre que dedicó su vida a la formación de una biblioteca que, con el tiempo, sería muchos mundos al unísono: un edificio, construido en Hamburgo por el arquitecto Fritz Schumacher, que debía inspirarse en la elipse orbital de Kepler; un laberinto que atrapaba al visitante, según Cassirer; una colección organizada de acuerdo con criterios sutiles y completamente heterodoxos, todavía no enteramente dilucidados; un polo espiritual que magnetizaba a cuantos se acercaban y que daría lugar, primero en Alemania y luego -póstumamente respecto al fundador- en Reino Unido, a la más prestigiosa tradición contemporánea en el territorio de la Historia del Arte.
En el centro de la telaraña, el hombre, Aby Warburg, continúa siendo un misterio, alguien mucho más evocado que leído, a pesar de que últimamente crece la edición de sus escritos, incluido su crucial Atlas Mnemosyne (Editorial Akal), comparado, con razón, por Yvars con el Libro de los pasajes de Walter Benjamin. De Aby Warburg siempre se recuerdan dos circunstancias que acotan su trayectoria vital. De sus últimos años se saca a colación la enfermedad nerviosa que motivó su internamiento en un sanatorio y, en el otro extremo de su biografía, se alude al adolescente que, en un gesto bíblico, renunció a su primogenitura en el seno de una familia de la gran burguesía hamburguesa a condición de que, en el futuro, siempre dispusiera de los fondos necesarios para adquirir cuantos libros quisiera. A los 13 años, la edad en que se produjo esa renuncia, Aby parecía haber adivinado ya sus dos pasiones futuras: coleccionar libros y organizar de manera revolucionaria su colección. El resultado fue, sobre todo después de la construcción del edificio que obedecía a sus innovadores criterios, una biblioteca radicalmente distinta a las demás.
Las estanterías de la Biblioteca Warburg reunían volúmenes que guardaban entre sí "afinidades electivas", lo cual suponía extraños alineamientos de arte, medicina, filosofía, astrología o ciencias naturales alrededor de unas imágenes simbólicas que, aisladas en cada especialidad, perdían su fuerza genealógica. Así, por ejemplo, y para horror de los historiadores ortodoxos, en los paneles del Atlas Mnemosyne Warburg juntaba motivos alegóricos, fragmentos de cuadros, emblemas esotéricos, fórmulas matemáticas o grabados sobre la circulación sanguínea en un solo plano de múltiples relaciones. Gracias a esas "afinidades electivas", el historiador podía excavar el pasado a través de múltiples túneles que se iban entrecruzando en el subsuelo de la memoria (Mnemosyne era el frontispicio que presidía la Biblioteca Warburg). Esta idea, susceptible de ser aplicada a toda la historia de la cultura, era particularmente importante al tratar de identificar las fuentes antiguas del arte renacentista, como demostró el mismo Aby Warburg con sus extraordinarias radiografías de El nacimiento de Venus y La Primavera de Botticelli. Sus discípulos experimentaron pronto que su biblioteca, lejos de ser un archivo inerte, era un organismo vivo que trasladaba a la imaginación por las diversas islas del conocimiento.
Lo que los dos barcos de vapor transportaban aquella gélida mañana de diciembre de 1933 no eran solo miles de libros cuidadosamente escogidos a lo largo de décadas, sino la semilla de una sabiduría singular que daría frutos magníficos. Parece que la decisión del municipio de Hamburgo de prestar por tres años la Biblioteca Warburg irritó sobremanera a la Cancillería del Reich en Berlín. Empezaban las hogueras por todas partes y, desde luego, era escandaloso que se hubieran escapado sigilosamente 60.000 posibles víctimas.