Cycle Club, los organizadores, dicen que la Bilbao-Bilbao es auténtico cicloturismo. Así es. Lejos de las marchas competitivas, en las que la salida se da al grito de "mariquita el último" (y esto no es un insulto a la comunidad gay, sino una expresión antigua que se sigue utilizando), y en las que uno no se para a socorrer a los que se han caído ni a recuperar fuerzas en los avituallamientos para no poder tiempo, en esta marcha uno realmente disfruta de la bici y de un recorrido en el que no se busca superar grandes desniveles ni trazar complicadas curvas bajando, sino sólo el disfrute de los que participamos en ella.
Oficiosamente (ya que hay algunas marchas anteriores, como la Villa de Ferias en Medina del Campo), la Bilbao-Bilbao es la que abre la temporada cicloturista. Como tal, se asume que en pleno mes de marzo quien más quien menos todavía lleva pocos kilómetros en las piernas y no es plan de hacerse 200 kilómetros en plan Quebrantahuesos. Tampoco de instalar chips en las bicis, ni de cronometrar tiempos, ni de premiar a los que lleguen a los primeros. De todas formas, ese no es el espíritu del cicloturismo sino de quien quiere jugar a ciclista, que no es lo mismo.
El cicloturismo comienza el día antes de la marcha, cuando muchos llegamos a Bilbao, nos alojamos en uno de sus hoteles y nos vamos a conocer la ciudad, a pasear por sus calles buscando la Gran Vía, el centro comercial Zubiarte, el Guggenheim, el casco antiguo y esos bares donde dan unos pintxos tan famosos en el mundo mundial. Es un formato turístico que va más allá del sol y playa, relacionado con nuestra afición favorita y en el que buscamos conocer el lugar que al día siguiente vamos a recorrer con nuestras bicis.
El día de la marcha, la primera en la frente. Muchos nos llevamos el coche para acercar a la familia al lugar de salida y llegada. La organización tenía previsto utilizar el parking del centro comercial Zubiarte, así que pensábamos que tendrían suficiente vista como para que no hubiese grandes problemas de aparcamiento. No fue así, a las 8 de la mañana ya estaban llenos tanto el parking del Zubiarte como uno de pago que estaba por allí y tuvimos que ingeniárnoslas para aparcar en una zona céntrica de Bilbao en la que las plazas de aparcamiento no brillan por su abundancia. Yo tuve suerte y me encontré un sitio en zona azul que debía haber quedado milagrosamente libre en ese momento, pero me contaron de algunos que tomaron la salida a las 9 y diez.
Así que a llegué a la zona de salida a las 8 y 28 y mi grupo (los de 26 por hora) salían a y media. Antes habían salido los que esperaban hacer entre 20 y 23 kms/h en los 115 kilómetros de la marcha. En la salida parecíamos cuatro gatos, pero cuando empezamos a ir por las calles de Bilbao aquello parecía un inmenso reguero de ciclistas que parecía no acabarse nunca, y que siguió así hasta que llegamos a meta cuatro horas y media más tarde.
La primera sorpresa agradable fue la salida. Nada de platos gigantescos y velocidades de vértigo. Salimos despacio, como si fuera una vuelta con los amiguetes y no tuviésemos prisa para volver, lo que era rigurosamente cierto. Vimos otra perspectiva de Bilbao, más encantadora porque desde la bici de carretera todo se percibe de otra forma. Aquello, definitivamente, parecía un mundo completamente distinto a las marchas controladas de mi tierra o a las ciclodeportivas de chip y arreones.
Fueron pasando los kilómetros y aquello seguía pareciendo mágico por lo agradable de pedalear a 130 o 140 pulsaciones en una marcha cicloturista y estar rodeado por bicis de todo tipo de materiales, desde las antiguas Razesas de acero, a mi Contour de aluminio-carbono, o a las Orcas y G5 tan habituales en las otras concentraciones. Al haber salido escalonadamente poco a poco todos fuimos juntándonos y era llamativo ver cómo unos adelantábamos a otros mientras los que venían desde atrás como motos nos adelantaban en las subidas con el plato grande como si con ellos no fuera la cosa. Es difícil describirlo, y precioso verlo.
En el kilómetro 60 estaba el avituallamiento. Un gigantesco tapón humano a eso de la 11 menos diez (la hora a la que debíamos llegar los de 26 por hora según la hoja de ruta) que sirvió para machacar un poco más los tacos de las zapatillas al tener que ir caminando, y en el que nos dieron una bolsa de comida y bebida a la antigua usanza además de avisarnos de que nos quedaban dos subidas, y que desde el final de la última hasta Bilbao eran casi 25 kilómetros de bajada para disfrutar. Por supuesto, tomamos buena nota.
La subida (porque para mí sólo hubo una, las otras cuatro casi ni me enteré, afortunadamente) fue preciosa. Por la longitud, por el descanso intermedio, y por ser tan suave que incitaba a pedalear disfrutando aún más si eso era posible. Viendo lo de Morga uno se pregunta si es necesario dejarse el corazón en el Angliru con lo agradable que son estas subidas cortas y tendidas. Me acordé de San Juan de la Nava en la Sastre, otro puerto para disfrutar.
Y luego la bajada. Una buena carretera con curvas sin peligro, y con el inevitable inconveniente de una furgoneta que entró en el recorrido justo cuando íbamos a pasar, con lo que durante mucho tiempo unos cuantos fuimos más preocupados de no chocarnos contra ella que de gozar en la bajada. Cuando nos deshicimos de ella todavía pudimos correr un poquito. A esas alturas, sabiendo lo poco que quedaba y que el recorrido era fácil, uno disfrutaba todavía más.
La entrada en Bilbao también fue genial. Grandes avenidas, los coches parándose en los semáforos mientras nosotros pasábamos, un par de rotondas en las que nos detuvieron lo mínimo para no interrumpir demasiado el tráfico, y la llegada a una meta que no pudimos cruzar sobre la bici porque había tanto bicicletero que la Gran Vía estaba colapsada. Allí nos dieron un trofeo que nos habíamos ganado a pulso, comportándonos como auténticos cicloturistas y disfrutando de nuestras bicis.
¿Qué fue lo mejor de la marcha? El recorrido, el ambiente, la salida escalonada, el impecable papel de la organización regulando el tráfico en los cruces, el apoyo de la gente que nos aplaudía y animaba en los pueblos según pasábamos, la mentalidad impecablemente cicloturista de los participantes, desde los que iban como motos hasta aquellos a los que me imagino que el recorrido se les haría duro o tuvieran que volverse antes de terminarlo íntegro, y los regalos: Una mochila, una camiseta con un corazón en el pecho hecho con eslabones de cadena de bici y el trofeo es mucho por los 10 euros que habíamos pagado como cuota de inscripción. Lo peor las caídas (vi un par de ellas bastante aparatosas) y la falta de previsión (o el no haber avisado de la poca capacidad) del parking. Quizás no vendría mal que habilitasen unos vestuarios simbólicos para que pudiéramos cambiarnos los que ya habíamos dejado el hotel, pero ya somos mayorcitos para saber buscarnos la vida en ese terreno.
Lo dicho: Auténtico cicloturismo. ¿Realmente necesitamos chips, cronómetros, avituallamientos a matacaballo, puertos descomunales y bicicletas más equipadas que los profesionales para disfrutar de la bici? Sinceramente, creo que la Bilbao-Bilbao ahora en primavera y la Sastre, con sus puertos pequeños, su chip y su cronómetro, son más que suficientes para los que vivimos de otra cosa y tenemos la bici como una afición.
Nos vemos en agosto en El Barraco.