Revista Opinión

La boda

Publicado el 31 enero 2013 por Miguelmerino

Lo cierto es que no tuvo mucho éxito el anciano con su relato. No pareció interesarle a casi nadie. De manera, que para que no decayera el ambiente, me levanté dispuesto a contar una historia de miedo.

Me encontré con mi amigo D… después de cinco años sin vernos. En realidad fue él quien me encontró a mí, pues yo nunca lo hubiera reconocido. Se trataba de una persona que apenas llegaba a los cuarenta años, que además resultaba atractivo físicamente, pero su aspecto actual era el de un anciano. Tenía el pelo absolutamente blanco y en jirones. Los ojos se le habían metido dentro de las cuencas y estaban enmarcados por unas bolsas violáceas, que junto con la consunción de las mejillas, le daban un aspecto cadavérico. No pudo por menos que darse cuenta de mi asombro ante su aspecto actual y me dijo que si tenía tiempo y ánimo para escuchar una terrorífica historia, estaba dispuesto a contármela y que juzgara yo si estaba o no justificado su brutal envejecimiento. La curiosidad pudo más que mi aversión a este tipo de relatos y allá que nos fuimos a una casa de comidas, para que me contara el motivo de su actual aspecto entre bocado y bocado. Esto fue lo que me contó:

Sabes que, por motivos laborales, me fui a vivir a un pueblo de Extremadura. Alquilé una casa que estaba en las afueras, paredaña a una iglesia y cabe de un castillo de los que tanto proliferan en estas zonas fronterizas. El sitio era muy agradable, a pesar de la iglesia. Solamente los domingos por la mañana y las fiestas de guardar, las campanas al llamar a los fieles a la misa me producían alguna molestia, que quedaba mitigada por el encanto en sí de dicho sonido. La verdad es que ya hemos perdido esos sonidos en las grandes ciudades. También muy de tarde en tarde, las campanas doblaban por la muerte de algún vecino y aun esta circunstancia, siempre dolorosa, me traía un aire nostálgico que atemperaba mucho las malas nuevas que proclamaba.

Estuve unos meses muy tranquilo. El trabajo no mataba, ni mucho menos. Comía muy bien, atendido por una vecina del pueblo a la que contraté para que mantuviera la casa limpia y me hiciera la comida un par de veces en semana, el resto de los días, comía fuera. Tan bien me encontraba que empecé a pelar la pava con una lugareña de apenas veinte años, cuyo palmito, donaire y viveza hacía que bebieran los vientos por ella toda la mocería del pueblo. Además,su gracia era Dulcenombre, que le cuadraba como el azogue al espejo. Por algún motivo que desconozco, se interesó en mí y dejó que la vieran pasear de mi brazo por el Camino de los Enamorados, que así llamaban al lugar del parque en el que los novios o en proceso de serlo, entretenían las tardes dominicales a la vista del resto de los vecinos.

Todo iba encaminado al lógico fin de que mi vecino, el párroco de la iglesia de al lado, bendijera nuestro unión con el santo e indisoluble sacramento. Pero en cuanto se publicaron las amonestaciónes comenzó mi martirio.

Una mañana, me levanté, me acerqué al cuarto de baño y en el espejo, escrito con algo rojo, que me pareció sangre, pude leer:  BODAS DE SANGRE. Luego se confirmó que era sangre. Una vez que el cabo de la guardia civil, comandante del puesto, hizo las pertinentes fotografías y tomó las muestras necesarias, le pedí a Gervasia, la vecina que se ocupaba de mantener mi casa habitable, que por favor, limpiara el espejo. Gervasia persignándose atropelladamente, se quitó el delantal y los guantes y salió huyendo despavorida. Por más que fui varias veces a su casa, con la pretensión de convencerla para que volviera a mi servicio, no conseguí ni siquiera que me abriera la puerta. Resignado, limpié yo el espejo y puse un anuncio, en el tablón de la iglesia, solicitando una señora para limpieza y cocina, dos días a la semana. No conseguí que nadie se presentara para optar al empleo, ni siquiera pagando el doble de lo que le pagaba a Gervasia. Hablé con don Damián, el párroco, para ver si él era capaz de convencer a alguna vecina de que aceptara el empleo, pero me advirtió que eran muy supersticiosos en ese pueblo y una vez que se supo lo del aviso en el espejo, no conseguiría que nadie se acercara por la casa. Incluso tuvo que abrir la puerta lateral de la iglesia, porque la gente no quería entrar por la puerta principal, que estaba a escaso metros de la puerta de mi casa.

Resignado a no tener servicio, me despreocupé del asunto. Al fin y al cabo, en cuanto se cumpliera el tercer mes de la publicación de la amonestaciones, contraería matrimonio y ya mi esposa se encargaría de tener la casa como los chorros del oro. Veinte días después del episodio del espejo, eché el cubo al pozo con la intención de sacar agua para mis abluciones. Cuando metí las manos en forma de cuenco para lavarme la cara, las saqué llenas de sangre. Salí corriendo y entré por la primera puerta que vi, que lógicamente correspondía a la iglesia. Como pude, le expliqué al párroco lo que me había pasado y le enseñé mis manos para que las viera cubiertas de sangre. Cuando lo hice, vi con estupor que estaban mojadas de agua, sin rastro alguno de sangre. Don Damián, con buenas palabras, trató de tranquilizarme. Nos acercamos al pozo. Yo no me atreví a echar el cubo de nuevo. Lo hizo don Damián y lo sacó lleno de agua. Me lo enseñó para que me tranquilizara y justificó mi alucinación hablando de los nervios de la próxima boda y el episodio del espejo, que seguramente había sido obra de algún bromista. Al día siguiente, armándome de valor, fui de nuevo al pozo, saqué el cubo y antes de meter las manos lo examiné. De nuevo estaba lleno de sangre. Hice acopio del poco valor que me quedaba, desaté el cubo de la soga de la roldana y fui cargando con él hasta la iglesia. Llamé a gritos y cuando acudió don Damián le enseñé el cubo. – Ahora me va a tener que creer. Mire esto.- Le dije presa de un estado de pánico incontenible. El cura cogió el cubo, lo miró, metió las manos dentro y las sacó mojadas de agua. No esperé por respuesta. Salí corriendo de la iglesia y me encerré en mi casa. Estuve una semana sin salir de allí. Apenas comía, y para beber sólo me atrevía con unas botellas de vino blanco que tenía en la alacena. Abandoné mi higiene personal y fui cayendo en un pozo de depresión que me hubiera llevado a la tumba de no mediar mi futura suegra, la cual, instada por mi novia que estaba preocupada por mi ausencia, se acercó a mi casa y a fuerza de insistir, consiguió que le franqueara el paso. Me cogió como a un niño, me desnudó, me metió en la bañera, cepilló toda la mugre acumulada, me afeitó y cortó el pelo, me vistió con una muda limpia y me preparó un caldo y unas presas de conejo en adobo, que fue a su casa a buscar, para que repusiera fuerzas. Lo cierto es que cuando me vi reflejado en el espejo con tan buen aspecto, sentí renacer algo de vida en mí. Faltaban tres días para la boda y mi suegra dispuso que se viniera su hijo mayor a vivir conmigo hasta el día de la boda, para que no me dejara decaer de nuevo. De esta manera, conseguimos entre unos y otros que llegara el día de la boda sin mayores sobresaltos.

El día amaneció radiante. La iglesia estaba engalanada como el día de la patrona. Yo esperaba a la puerta de la iglesia, como todo novio que se precie. Cuando la novia descendió de la carroza el día se iluminó mucho más. Yo la miré embelesado sin creerme que esa beldad iba a ser mi esposa en breve. La ceremonia fue hermosa y emotiva, aunque tuvo su punto de tensión cuando el cura nos dio la comunión bajo las dos especies y dijo aquello de. “Tomad y bebed, esta es mi sangre”. Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para vencer las arcadas y no deslucir el acto. Dulcenombre, en cambio, bebió con deleite el vino de la transustanciación. Nos dimos el “sí quiero”  con emoción y un cierto arrobo y salimos a la calle bajo una lluvia de arroz y pétalos de rosas. El convite se llevó a cabo en la sala de celebraciones de la Casa Consistorial. Se sirvieron viandas y bebidas como no las hubo igual, ni en cantidad, ni en calidad, en las célebres bodas de Camacho. El colofón fue una tarta de nata y fresa que teníamos que partir ceremonialmente los contrayentes. Al clavar el cuchillo en la tarta, ésta comenzó a sangrar y yo caí rendondo al suelo privado de todo conocimiento. Cuando desperté, vi como a Dulcenombre y al resto de invitados les chorreaba la sangre por las comisuras de la boca. Incluso al párroco, que me sonreía con risa satánica. Salí corriendo, desenganché como pude uno de los caballos uncidos a la carroza nupcial y salí a galope tendido de aquel máldito pueblo para no regresar jamás. Así que aquí me tienes, ni soltero, ni casado, ni viudo. Cada vez que veo algo de color rojo o parecido, tengo un ataque de ansiedad que me dura días y del que cada vez me cuesta más trabajo recuperarme.

Después de que me contara la historia y con el fin de animarlo y tratar de ayudarle a sobrellevar su mal, le comenté: – A lo mejor todo tiene una explicación inocente. Quizás la tarta, al ser de nata y fresa, estuviera rellena de alguna especie de sirope de fresa que debido a tu sugestión por los incidentes anteriores, te dio la impresión de que fuera sangre. Eso también justificaría que los vieras con la boca manchada. – ¿Tú crees? ¿Y a qué sería debido esta sed de sangre que me provoca la visión de un cuello descubierto? – Me preguntó, mientras miraba con deseo mi cuello y dejaba asomar dos impresionantes y relucientes colmillos.

 


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