Publicado en el periódico Extremadura, 5 de enero de 2013
Hace unos días un profesor sintió en un pasillo de un instituto de secundaria pasar muy cerca de su rostro lo que en principio podría parecer, y de hecho lo fue, una pequeña bola de papel. En otras circunstancias, el profesor podría haber decidido pasar de largo, pero esta vez no. Su reacción inmediata fue mirar a su alrededor, en busca del origen de la trayectoria y del responsable directo del lanzamiento. Los primeros indicios apuntaban con cierta seguridad hacia la clase de segundo de bachillerato. Movido por su indignación recorrió la corta distancia que le separaba de la clase y al llegar exclamó: ¿Quién ha tirado el papel?
Las reacciones del alumnado fueron variadas. Unos alegaron desconocer de qué hablaba el profesor y confesaron que llevaban más de una hora sin despegar sus posaderas de la silla. Otros, preocupados por su posible inculpación, dejaron claro con aspavientos variados su total inocencia en los hechos y el desconocimiento de quién podría haber tirado el papel. "Si no sale el culpable, os pondré a toda la clase una amonestación", amenazó el profesor. Molesto con lo que interpretó como excusas, sentenció que, dado que nadie se atrevía a confesar su fechoría, se veía obligado a recurrir a instancias mayores, es decir, el director, para que fuera él quien decidiera qué medidas adoptar. Algunos alumnos se quejaron de lo que consideraban un atropello o un sinsentido. Ellos habían estado todo el tiempo dentro del aula y desconocían quién podría ser el culpable del desafortunado lanzamiento. Pocos minutos más tarde se presenta el profesor con el director en el aula, quien sentencia con determinación que a menos que al final de la jornada escolar el culpable confiese, toda la clase se verá arrastrada por las consecuencias de su silencio. Los alumnos, ojos como platos, sonríen perplejos. ¿Por qué te cuento a ti, paciente lector, esta historia? Porque por un momento creí ver en lo sucedido un ejemplo que ilustra con cierta claridad una forma más que recurrente de solucionar los problemas interpersonales no solo en la escuela pública, sino en nuestras relaciones más cotidianas. Es previsible que algunos lectores, mientras leían mi relato, han sido conscientes de la infértil estrategia del profesor y del director, quienes en vez de aprovechar el suceso como una estupenda ocasión para aprender a solucionar pequeños conflictos con sentido común, decidieron convertir el hecho en un nuevo caso del inspector Hércules Poirot. Lo que al parecer les importaba no era que los alumnos aprendieran una sencilla lección -es recomendable no tirar papeles al suelo-, sino provocar la confesión inmediata del culpable, instando incluso a que los propios compañeros sean quienes se acusen unos a los otros.¿Qué nos sucedió en el camino? Realmente, pese a que llevamos ya a nuestras espaldas algunas décadas de democracia, ¿aprendimos la lección primordial de convivir? La escuela en teoría debiera ser el germen, el laboratorio donde ensayar actitudes que ayuden a pensar y practicar comportamientos sociales que potencien la convivencia, el respeto, la resolución racional y pacífica de los conflictos. Igualmente, debiera estructurar sus roles de manera que propiciara en los alumnos un ejercicio democrático de sus ideas y acciones. Sin embargo, mucho me temo que debemos hacer honor a la verdad: la escuela no solo pierde en competencias intelectuales; también obtiene un cero en democracia interna. Los consejos escolares ya no son el centro democrático de decisiones; alumnos y padres reniegan a asistir a sus reuniones. Los delegados de clase perdieron el interés y la ilusión por ser realmente representantes de sus compañeros. Las aulas vuelven a modelos de relación verticales, en donde el alumno pasa a ser un agente pasivo del proceso de aprendizaje, un receptor de contenidos. La escuela debiera ser un laboratorio democrático, en donde los alumnos tuvieran voz y voto reales, derechos y responsabilidades compartidas; debiera ser un lugar en donde los alumnos sintieran que son protagonistas de su proceso educativo y que se les tiene en cuenta. El aula debe ser un lugar donde se tomen decisiones en común, se dialogue con respeto, se construyan aprendizajes en equipo. Sin embargo, existe una tendencia creciente a volver a modelos regresivos, que abogan por una respuesta punitiva a los conflictos escolares y la divinización del contenido y su cuantificación como ejes del modelo evaluativo. No son pocos los profesores que comienzan a claudicar -por impotencia, escepticismo o mera comodidad-, rechazando el constructivismo pedagógico y aplaudiendo medidas agresivas que uniformicen el nivel de competencia en las aulas a través de la exclusión de los que se van quedando en el camino. Pese a los aires de innovación educativa que prometen las empresas del sector tecnológico, la metodología y la estructura de roles sociales dentro del aula involucionan hacia un modelo inquietante, fomentado no solo por la institución educativa, sino por los propios docentes. La desconfianza en que los conflictos puedan resolverse de manera constructiva y dialogante, recuperan la defensa del castigo y la represión como soluciones cómodas y ejemplarizantes.
Aunque pudiera parecer este un problema meramente educativo, hay que reconocer que es extensible al resto del tejido social, quien ante la frustración y el desconsuelo, abandona la esperanza de edificar la convivencia sobre bases sólidas, aunque lentas, y ceder a vías más expeditivas, que ofrezcan un placebo inmediato.
Una insignificante bola de papel activa inconscientemente nuestra necesidad de restituir la justicia, sin aprovechar el suceso como una oportunidad para aprender todos a convivir y aprender de lo sucedido.