Cuando abrimos cualquier diario, vemos cualquier noticiario en la televisión o navegamos por las webs de información, raro es el día en que no sale alguna guerra, un asesinato o un hecho luctuoso similar, por lo que podemos llegar a pensar que al ser humano, eso de guerrear y matarse el uno al otro le pone mucho. No obstante esta afirmación casi axiomática, en el fondo, los humanos detestan la guerra y sus muertes: y es que, al fin y al cabo, lo que molesta del enemigo es que quiera acabar con nosotros con tanta saña y contundencia, no que esté muerto o vivo. Así las cosas, los ejércitos no hacen más que investigar en armamento y formas de acabar con el oponente que no produzcan ningún baño de sangre (más allá del imprescindible, faltaría más) por lo que ponen toda su inteligencia y materia gris para conseguirlo. El único inconveniente es que, algunas veces, la neurona le hace la perla a más de una mente clarividente y salen algunas propuestas más dignas de un chiste de Jaimito que de una supuesta investigación seria. Tal es el caso de la llamada " Bomba Gay ".
Después de la Primera y la Segunda guerras mundiales, la Guerra Fría dejó claro que, si había una tercera, la cuarta sería a pedradas. Tal era el potencial de destrucción de las armas desarrolladas ( ver La Bomba del Zar, la bomba nuclear que asesinó a la Tierra) que las formas de guerrear tenían que derivar a opciones que, sin hacer grandes destrozos, permitieran el control de las tropas enemigas con el mínimo de bajas posibles.
En este contexto, se inventaron armas sónicas en las que el ruido aturdía al enemigo, las pistolas eléctricas -los taser-, gases urticantes de efectos temporales y un sinfín de nuevas tecnologías que son utilizados profusamente por las fuerzas del orden, sobre todo en disturbios callejeros, y que son aplicables también en el campo de batalla. Pero no todas las investigaciones de las empresas armamentísticas eran tan acertadas (valoración moral del uso de estas armas, a parte).
En 2005, gracias a la ley de Libertad de Información ( Freedom of Information Act) trascendió que en 1994 el ejército de los Estados Unidos había examinado la posibilidad de desarrollar un arma que, descargando un potente afrodisíaco sobre las tropas enemigas, éstas se verían atraídas entre sí sexualmente, olvidando totalmente la amenaza de sus oponentes... y convirtiendo la guerra en una especie de Sodoma y Gomorra donde los soldados se "cepillarían" todo lo que se movía. Y como en el ejército hay mayoría de hombres, pues...
La intención era que, basándose en el papel que las feromonas tienen en la reproducción animal, se investigase en este sentido de cara a utilizarlas en el campo bélico. La idea, desarrollada por el Laboratorio Wright de la US Air Force en Dayton (Ohio), a simple vista parecía buena, pero topaba con el obstáculo de que, si bien las feromonas y su papel sexual ha sido ampliamente estudiado en todo tipo de animales -desde monos a cucarachas- la ciencia no ha podido demostrar la existencia fehaciente de estas hormonas en el caso de los seres humanos ( ver El misterioso caso de las chicas con reglas simultáneas) hasta el día de hoy.
Tan loca propuesta, a pesar de tener un presupuesto de 7,5 millones de dólares, y aunque pueda sorprender, pasó los primeros filtros gubernamentales siendo incluido en el año 2000 en un CD-Rom producido por el Ejército americano y que fue derivado a la Academia Nacional de Ciencias en el año 2002.
Con todo, el abanico de armas "alternativas" no acababa en la Bomba Gay, sino que también se había propuesto el desarrollo de armas que produjeran halitosis, la cual cosa haría prácticamente imposible la convivencia entre los grupos de soldados, así como de armas que impregnaran los soldados de olor a pedo de cara a marcar odoríferamente a los soldados enemigos (si se escapaban eran más fáciles detectarlos) y que la convivencia entre ellos se resintiera. Eso sí, según sus informes, habían países que soportaban mejor los olores fecales que otros, pero al final no lo podrían resistir. ¡Ole la vanguardia tecnológica militar!
Evidentemente, cuando se destapó el pastel, el Pentágono negó la mayor y dijo que no le había dado mayor importancia a la idea, si bien no negaba que siempre estaban a favor de investigar en el desarrollo de armas no letales que ayudaran a sus soldados en el frente de batalla. Los habían pillado con el carrito del helado.
Sea como fuere, el hecho, además de la hilaridad de semejantes ocurrencias y de dejar en evidencia aquello de que inteligencia y militar son términos antagónicos, muestra los profundos prejuicios para con el colectivo LGBT que hay en capas muy extendidas de la sociedad ( ver La temida y épica bravura de un ejército gay).
El hecho de pensar que con un producto químico cualquier persona, por muy heterosexual que sea, pueda convertirse en homosexual, desvela que hay gente que aún cree que es una enfermedad y que hay posibilidades reales de erradicarla o de provocarla a voluntad. Pero no sólo eso, sino que esta gente -propuestas ridículas a parte- está en posición de desarrollar nuevas tecnologías que sean utilizadas por cualquier ejército como armas para matarnos más y mejor.
Y eso, sí que hace reír muy poco.