Este domingo 22 de febrero, los medios de comunicación intensificarán la dosis habitual de cháchara victimista sobre las mujeres oprimidas por esta sociedad machista en la cual todavía queda mucho por hacer para que reine una plena igualdad entre los sexos y bla, bla, bla. El pretexto será esta vez la celebración del Día Internacional por la Igualdad Salarial. En los medios convencionales, especialmente televisiones y prensa de papel, no se escucharán ni leerán apenas voces discrepantes. Como mucho, cautelosas matizaciones, acompañadas de nerviosas declaraciones de ortodoxia feminista.
Por suerte, este es mi blog y digo lo que me da la gana, al menos mientras no gobierne el de la coleta. Y lo que afirmo es que la ideología de género es una enorme patraña fundada sobre mitos como la brecha salarial, el techo de cristal o la violencia de género.
Existen por desgracia crímenes machistas, y de hecho los asesinatos de mujeres cometidos por individuos de religión musulmana, sobre todo cuando son parientes biológicos de las víctimas, suelen tener esta característica. Ahora bien, los informativos dan rutinariamente por sentado, antes de ninguna investigación, que toda mujer asesinada por su pareja o expareja ha sido víctima del machismo, es decir, de unas vagas ideas del agresor que girarían alrededor de una especie de derecho corporativo de dominio o control del hombre sobre la mujer.
Sin duda, en muchos de estos odiosos crímenes hay implicados sentimientos de celos posesivos. Pero los sentimientos no son ideas –lo cual no los hace más disculpables. Sostener que el hombre que mata a su mujer o exmujer por celos lo hace porque se siente de algún modo legitimado para hacerlo, en nuestra sociedad occidental, es una hipótesis pendiente de verificar. En realidad, los ideólogos del género no suelen entrar en demasiadas precisiones psicológicas. Les basta con pronunciar las palabras “machismo” y “homofobia” para que verdaderas barbaridades morales y jurídicas se conviertan en una urgente necesidad nacional. Así se llega a lesionar la igualdad ante la ley (en perjuicio del hombre o el heterosexual), la libertad educativa de los padres que se resisten a que se inculquen a sus hijos las ideas más radicales sobre la deconstrucción del género y el homosexualismo, y la libertad de expresión, cada vez más atenazada por el temor a las acusaciones de machismo u homofobia. (Más detalles aquí.)
Lo más grave es que el propio derecho a la vida queda supeditado a un aberrante “derecho” de la mujer a abortar, última consecuencia lógica de querer establecer el igualitarismo por la fuerza. Puesto que los hombres tienen la “suerte” de no quedarse embarazados, para igualar a las mujeres con ellos basta con autoconvencernos de que un ser humano en edad embrionaria o fetal es un mero tejido del que podemos desprendernos sin remordimientos, por un mecanismo psicológico comparable a aquel mediante el que los nazis llegaron a persuadirse de que los judíos eran infrahumanos.
Pero vayamos al tema del día, la llamada brecha salarial entre sexos. En la OCDE, los salarios medios percibidos por hombres y mujeres arrojan una diferencia del 15 % a favor de los primeros. Para el socialfeminismo, la explicación es evidente: las mujeres están injustamente discriminadas. Sin embargo, un análisis más detenido de las estadísticas demuestra que no es cierto que las mujeres cobren menos que los hombres por realizar el mismo trabajo. Hay varios factores a tener en cuenta, como una mayor proporción de mujeres que trabajan en jornadas de tiempo parcial (peor pagadas a ambos sexos) o que hombres y mujeres tienden a elegir distintos tipos de profesiones. Por supuesto, los ideólogos del género (llamados “expertos”, en lenguaje periodístico) aseguran que ello no es debido a una elección libre de las mujeres para conciliar mejor la vida laboral y familiar, o simplemente para hacer lo que les gusta, sino que han interiorizado un estereotipo sexista que las lleva a asumir como propios el cuidado de la familia y determinadas tareas asistenciales.
También parece que las mujeres tienden a no empeñarse tanto como los hombres en alcanzar puestos directivos, ya sea porque estos comprometen el tiempo dedicado a la vida familiar con más reuniones, viajes, etc., o simplemente porque les gusta competir menos. Los “expertos”en cambio se refieren a esa menor presencia de las mujeres en altos cargos como el “techo de cristal”, o el postulado de que existe una sutil presión patriarcal para que las mujeres disfruten de menos poder que los hombres en empresas e instituciones.
¿Cual es la explicación correcta? ¿Eligen las mujeres libremente sacrificar sus ingresos laborales porque tienen su propia escala de valores, distinta a la masculina? ¿O lo hacen condicionadas por las inercias machistas que les asignan determinados roles? Que países como Estados Unidos, Alemania o Suiza tengan unas brechas salariales mayores que las de España, Portugal o Grecia es interpretable, en principio, de las dos maneras. O bien los estadounidenses, alemanes y suizos son más machistas que los españoles, portugueses y griegos, o bien sería algo que tiene que ver con las diferentes densidades del tejido industrial de unos países y otros, que acentúan los efectos de las predilecciones de cada sexo. (Fuente: OCDE.)
Acaso las mujeres tratan de conciliar la vida laboral y familiar, y se decantan más hacia los idiomas que hacia la informática, sencillamente porque es su manera de ser, en gran medida innata; no porque de niñas hayan sido adoctrinadas con muñecos de bebés gorditos regalados en Navidad. Para sostener esto último, debería al menos tratar de probarse experimentalmente. El problema de la corrección política, en cuestiones de sexo y otras, es que ha sustituido los criterios de objetividad por los emocionales; “ha subordinado la verdad objetiva a una virtud subjetiva.” (Anthony Browne, The Retreat of Reason.)
No se trata de negar la existencia de prejuicios culturales. Pero la cuestión es: ¿de dónde surgen los prejuicios? ¿Son de origen puramente cultural, o tienen una base biológica? En general: ¿los estereotipos, sobre cualquier tema, son siempre necesariamente falsos y por tanto perniciosos?
Respondiendo a la última pregunta, mi opinión es que un estereotipo sólo es rechazable cuando afecta a un individuo, no a un colectivo. Sería injusto que se rechazara a una mujer (o a un hombre) que optara a un determinado empleo por su sexo, pero no es en sí mismo injusto, ni necesariamente consecuencia de una injusticia, que en muchas profesiones no haya paridad. Es verdad que los tópicos pueden nublar el juicio de un seleccionador de personal, pero la solución no es prevenir esa hipotética injusticia imponiendo una sistemática y segura injusticia de sentido opuesto, como es la discriminación positiva.
Las políticas bienintencionadas que pretenden facilitar la conciliación de la vida laboral y familiar (más guarderías, permisos de paternidad, etc.) son en sí mismas benéficas, siempre que no se impongan coactivamente. Pero cuando se justifican con el argumento de que hay que promover la paridad, no se hace más que reforzar el mensaje de la lucha de sexos, como si la desigualdad salarial fuera en sí misma una forma de opresión patriarcal, y no simplemente un reflejo de diferentes estilos de vida, libremente elegidos.
¿De dónde procede la ideología de género? Yael Farache, en un brillante ensayo titulado “Por qué ya no soy feminista” sostiene que el feminismo es una creencia irracional, que se enmarcaría, junto con el marxismo, el democratismo o el animalismo, en un “racimo de creencias que están inscritas dentro del marco del universalismo”. Farache considera que el universalismo tendría su origen último en el cristianismo, una de cuyas ideas fundamentales es que “todos somos iguales”. Desde luego, es esta una sentencia manifiestamente falsa si se refiere a cuestiones de hecho, pero su significado es mucho más profundo: se refiere a la igual dignidad de todos los seres humanos, entendidos como criaturas de Dios. Es posible que el feminismo o el socialismo tengan su origen remoto en esta idea, pero si es así, hay que decir que la han deformado hasta niveles caricaturescos.
Según Farache, ante una idea irracional de tipo religioso, en Occidente estamos protegidos contra sus efectos gracias a la separación entre la Iglesia y el Estado. Pero esto –observa sagazmente– no sucede cuando la irracionalidad es de tipo secular. Dice la bloguera:
“No estamos protegidos contra las creencias irracionales de origen secular porque la diferencia que hacemos entre las creencias religiosas y las que no lo son es dramática y nos dificulta entender lo parecidas que son, en lo práctico son la misma cosa.”
Creo que el problema no es de racionalidad o irracionalidad, sino de verdad o mentira. En la época moderna, Occidente ha sustituido la cuestión sustantiva acerca de la verdad por una cuestión formal sobre la racionalidad. No estoy muy seguro de que hayamos ganado gran cosa con ello. La charlatanería (desde el ocultismo hasta las supersticiones sociopolíticas como el marxismo) sigue proliferando como en el pasado. Pienso que acierta Farache cuando dice que la separación entre Iglesia y Estado es una protección, pero no porque nos permita librarnos de la religión, sino porque impide la imposición de cualquier pensamiento único, no sólo el religioso. El problema es que si eliminamos virtualmente a la Iglesia, ya no tiene sentido hablar de separación, y por tanto nada impide la imposición. ¡El Estado queda peligrosamente solo en el escenario! Se olvida demasiado fácilmente que no se trataba solamente de preservar al poder temporal de la intromisión del espiritual, sino también al revés. Una Iglesia soberana es una poderosa garantía de que el César se extralimite menos fácilmente en sus funciones, tratando de establecer su propia religión de Estado, aunque no la llame religión.
Después de todo, pese a su agnosticismo de partida, Farache reconoce que el feminismo es una variante del marxismo cultural, cuyos fines declarados eran, y son, destruir el cristianismo y la familia, para poder realizar la revolución. Su ensayo termina con un valiente alegato a favor de la familia como núcleo fundamental de resistencia contra el poder político, atreviéndose a cuestionar el mayor tabú de todos –que realmente la incorporación de la mujer al mercado laboral, e incluso el sufragio femenino, hayan sido una liberación. Tampoco es casual que la concepción de la familia como una unidad por derecho propio (y no un mero agregado convencional de individuos) sea la que siempre ha defendido el catolicismo. Y la que seguirá defendiendo mientras no decida “modernizarse”, es decir, rendirse ante el César.