Revista Cultura y Ocio

La broma infinita, david foster wallace

Publicado el 02 noviembre 2014 por Ana Ana Fidalgo
LA BROMA INFINITA, DAVID FOSTER WALLACE
LA NOVELA INFINITA
La broma infinita, David Foster Wallace, 1996
La broma infinita es  una obra cumbre de la literatura posmoderna, esto es innegable, y como tal está plagada de soberbia, de lecciones de escritura, de momentos brillantes, de un repaso implacable a todo lo que hoy en día es digno de ser "repasado", pero también de tomaduras de pelo, de una tensión narrativa que nos absorbe como lectores hasta hacernos víctimas de la misma broma, atrapándonos en el juego literario posmoderno (o pos-posmoderno) de un modo brutal.
En esencia, de lo que habla esta novela infinita es del infierno de la vida y los lenitivos devastadores que nos hemos agenciado para soportarla; del entretenimiento --como se le llama en la novela--, que genera soluciones adormecedoras, adictivas, con que sobrellevar, y a veces también sufrir desorbitadamente, la paradoja de la existencia.
La paradoja de la realidad sobrepasa en La broma infinita los límites maximalistas que, cuando aparecen en literatura (desde Rabelais, Cervantes o Sterne, pasando por Joyce, Virginia Woolf, Nabokov o toda la generación beat, hasta  Gaddis, Pynchon o el mismo Wallace) parecen desbordar por demencia y agotamiento los márgenes narrativos sin contemplaciones, aunque la genialidad de Wallace aquí consiste en no perder de vista el compromiso emocional, no sucumbir al extravío literario y hallar un camino --tortuoso, paródico, cínico, si se quiere, pero camino, al fin y al cabo-- que conduce a la justificación misma que da sentido al concepto de novela. Es en este punto donde se puede certificar la categoría superior de esta obra.
Quería empezar hablando de lo que no me gustaba mientras leía, pero ha resultado que, una vez analizado con perspectiva y aceptado el juego (la trampa, incluso), he concluido que sí me gusta (tal vez no durante la lectura, pero sí en el análisis intelectual paralelo y/o posterior). Con carácter general, en literatura no me gusta que me tomen el pelo, perder el tiempo y fingir admiración por algo que no entiendo, pero a Wallace se lo voy a perdonar. Pongamos que el asunto de las notas finales era un juego, vale, pero resulta que la mayoría son insustanciales (prescindibles), otras encajarían perfectamente en la trama y facilitarían muchísimo el sufrimiento atroz (literalmente) que supone leer un libro de más de 1200 páginas de letra diminuta, y el resto de ellas (las referidas a aspectos técnicos, científicos y farmacológicos), sinceramente, no las entendía, me importaban un comino y me las saltaba sin contemplaciones, podando como no lo hacía desde que con diez años pasaba a la torera de las descripciones de los novelones realistas para ir directa al meollo de los diálogos. ¡Ah, que eso es lo que pretendía el autor! ¡Vale, pues mira qué bien! ¿Se trata de un juego? Creo que lo entendí casi al final, cuando el mismo protagonista (Hal) cuestiona el final incomprensible de una de las obras más pedantes de su padre:

Es decir, ¿tiene el desconcierto y luego el aburrimiento y luego la impaciencia y luego la pesadez y luego la casi indignación que provoca en la audiencia ese final repetitivo alguna finalidad teórica o estética, o simplemente se trata de que Él Mismo no sabía cómo hacer un montaje decente de sus propias películas?

Claro: había estado tan ocupada intentando formar una teoría de aceptación de un supuesto juego de dominación del autor sobre el lector que no caí en lo más sencillo: Wallace no se reía de mí; Wallace se reía de Wallace. De hecho, uno de los aspectos más interesantes de la novela consiste en desarrollar una profunda alegoría de la tensión artística, que yo creo que se equipara o se vuelve análoga a toda la serie de soluciones de evasión que la trama propone alrededor del tema fundamental: la Adicción; Adicción a sustancias, al entretenimiento, al esfuerzo  o a cualquier cosa que anule la Voluntad y adormezca el miedo, incluida la adicción verborreica a la escritura.

LA BROMA INFINITA, DAVID FOSTER WALLACE
Otra cosa que no me ha gustado es el cambio de la voz narrativa en algún momento al principio y, sobre todo, al final, donde la tercera persona de repente se evapora ante Hal, que adopta la primera persona de forma un tanto incomprensible. Sinceramente, no sé cuál puede ser el valor formal de esta solución, aunque probablemente no se trate de una pretensión narrativa sino de algo que va más allá y que se me escapa. También era consciente mientras leía de errores sintácticos que no sé si se deben a la traducción --deficiente en mi opinión, a veces al no traducir términos como VCR, que aquí fue siempre vídeo, o llamar tiempo subsidiado a lo que entiendo que se refiere a una especie de patrocinio o sponsorización (con perdón del anglicismo)-- o a la misma voluntad estilística de desbordamiento de los límites más maximalistas (incluidos los gramaticales) de los que he hablado antes.
LA BROMA INFINITA, DAVID FOSTER WALLACEDespués, páginas y páginas donde no sabes muy bien qué te están contando ni por qué lo estás consintiendo.por ejemplo, la magistral broma del Escatón, que se leen a medio camino entre la perplejidad y la más hilarante satisfacción.

Magistrales sobre todo me han parecido todos y cada uno de los personajes, pues incluso los secundarios o aparentemente tangenciales a la trama acaban adquiriendo un seguimiento de sus realidades que entran en ella con peso específico propio y logrando un enganche emocional de sus historias que los vuelve imprescindibles. En sus relaciones entre ellos, la minuciosidad de pensamientos y sentimientos es tal que parecen inundarnos por dentro: su dolor nos duele, sus adicciones nos marean, su desconcierto hace tambalear nuestro pensamiento. Por esto se ha llamado a Wallace el Proust del siglo XXI. Por elegir, me quedo con el monumental Gately, con la ternura de Mario, con la misteriosa Joelle...

En esencia, el valor de la ironía como desmitificadora del arte y sustituta de la crudeza de la vida cobra sustancia en el tratamiento de esta obra, cuando las soluciones para la insatisfacción vital no alcanzan la dignidad exigible, ni la literatura cuenta ya con ningún tipo de justicia poética o deus ex maquina que alivie la tensión narrativa. La metafísica del posmodernismo campa a sus anchas con sus manos sucias, ridiculizando la necesidad de un destino redentor y la insuficiencia de sus propios medios. Tampoco ayuda el hecho de que Wallace se suicidara, incapaz de escapar a la agonía de su propia adicción, fruto de una depresión insuperable.
Leer esta novela no te hará feliz; leer esta novela deja cadáveres lectores y ansias insatisfechas. Pero, a veces, la plenitud lectora llega del desconcierto y de las heridas literarias más profundas. Si es eso lo que buscas, quizá debas leer esta novela, pero aún así, piénsatelo antes de decidirte a ofrecerle muchísimas horas de tu tiempo y de tus pensamientos, que te devolverá hechos trizas.

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