El Martillo de las brujas fue un libro tristemente famoso en la Edad Moderna. Publicado a finales del siglo XV, el Tratado firmado por Heinrich Kramer Jakob Sprenger se popularizó como un manual para detectar a las brujas que vivían ocultas en ciudades, pueblos y aldeas, lo cual justificó las violentas cacerías que se prolongaron hasta el siglo XVIII. De sus páginas podemos extraer perlas como ésta:
"Toda la brujería proviene del apetito carnal que en las mujeres es insaciable (...); está claro que no es de extrañar que existan más mujeres que hombres infectadas por la herejía de la brujería (...); tres vicios generales parecen un especial dominio sobre las malas mujeres, a saber, la infidelidad, la ambición y la lujuría. (...) Y bendito sea el Altísimo que hasta hoy protege al sexo masculino de tan gran delito; pues Él se mostró dispuesto a nacer y sufrir por nosotros, y por lo tanto concedió ese privilegio a los hombres."
Como puede observarse el texto irradia una poderosa misoginia, culpabilizando a las mujeres de suscitar los deseos sexuales masculinos. Como la Eva del Antiguo Testamento, la mujer era más propensa a caer en la tentación de adorar al Diablo para conseguir bienes terrenales. Por cada brujo, se decía, existen diez mil brujas. Había que andar con mucho cuidado en estos asuntos y denunciar a cualquier mujer sospechosa. Las féminas que intentaban alejarse un poco del orden establecido, eran las primeras candidatas a ser señaladas. Todo esto sucedía en un clima de miedo, de vigilancia constante a las acechanzas del Maligno. Por supuesto que este miedo engendró una plaga de histeria y paranoia, que acabaría llegando también a América del Norte, como tan magistralmente contó Arthur Miller en El crisol, basada en hechos históricos.
Este clima de miedo se encuentra magistralmente reflejado en La bruja, película que bebe de una larga tradición antropológica relacionada con estos seres imaginarios (pero muy reales en las mentes de quienes creían en ellos) tan repulsivos como fascinantes, que han inspirado obras maestras de artistas como Francisco de Goya. La película de Eggers oscila entre el relato de terror y la reflexión filósofica acerca del problema del mal. Porque los puritanos expulsados de la comunidad intuyen que, al haber sido separados del resto del grupo, el Mal no va a tener que superar barreras para instalarse entre ellos. Lo mismo dan sus rezos, sus apelaciones a la Fe. Han quedado marcados y la evidencia más patente de esta realidad es la impotencia del padre de familia, que es incapaz de proveer e intenta curar su inmensa frustación en el ejercicio inútil de partir con su hacha troncos y más troncos de leña.
La bruja no es una película concebida para quien busque una obra de género de terror convencional. Eggers, en su debut, ha puesto una especial atención a los detalles, exponiendo al espectador a pequeñas pistas para que trate de averiguar qué es lo que está sucediendo en realidad, si es todo resultado del miedo y la paranoia desatados o lo sobrenatural está realmente presente en esta fábula. La obra de Eggers nos habla también, como lo hacía en su momento la de Miller, de miedos muy contemporáneos. Hoy el miedo a las brujas se ha transformado en la paranoia que provocan los actos terroristas. Ya nadie se siente totalmente seguro en ningún sitio. La mera explosión de un petardo por parte de un niño puede desencadenar escenas de auténtico pánico. Y ya sabemos que el miedo suele engendrar medidas draconianas, aceptadas mansamente por la población en pos de su seguridad, para expulsar a estas nuevas y aterradoras brujas de su vida.