Helsinki, diciembre 2017.
Imagino a Rosa Chacel escribiendo a Ana María Moix. Una carta por Navidad, tal vez una postal desde Brasil, años 40. Pensando en la nieve que debía haber en su Pucela natal. Escribiéndole sus mejores deseos desde el exilio, desde el abandono, desde un lugar tan lejano a lo familiar. Mientras, allí, fuera del hogar escribiría ya Teresa o las Memorias de Leticia Valle.
Visualizo las Navidades en Miami de Juan Ramón Jiménez. Cómo su mente recrearía las casas blancas de Moguer a tantos miles de kilómetros, la añoranza de su tierra, del calor de su chimenea. Pero él contaba a su lado con la calidez de Zenobia. La marcha con amor hace más tierno el desamparo, aunque estuviera siempre acompañado de una tristeza infinita.
Unos pudieron volver a casa, como el turrón; otros no. Emilio Prados ya murió en México, no volvió al hogar ni una nochebuena más. Y algunos volvieron sin ser los mismos, como María Teresa León. Regresó, tras 40 años, con la mirada perdida y sin ser nunca consciente del todo de haber vuelto. Como dijo Sebald, la extrañeza no solo venía de fuera. No solo era el hecho de estar alejados de lo cotidiano, sino el exilio interior que hacia mella en ellos con la incapacidad de adecuarse al propio hecho de vivir. Al destierro se unía el desarraigo existencial, la pérdida de uno mismo incluso edificando una vida nueva allí donde estuvieran, aun construyendo una familia, aun en la armonía de ver aumentar su creación literaria, aún así su cabeza se perdía.
A los del exilio exterior, a los del exilio interior… vivamos estos días como bien podamos, regresemos o no.