"[...] la belleza ayuda a curar el dolor del mundo".
"Inventar consuela". Nos inventamos historias para edulcorara la realidad. Historias imperfectas, pues nadie que haya probado el dolor del mundo se creería una historia perfecta. Historias no carentes de belleza, de una belleza también imperfecta porque la belleza perfecta es belleza muerta mientras que la belleza imperfecta revivifica lo que ha sepultado el dolor. Las historias también ayudan a curar el dolor del mundo.
"A él [...] le gusta cierta imperfección. El vibrante atractivo de lo inesperado. El desasosiego de lo que no respeta la simetría... siempre y cuando ese desasosiego resulte hermoso. [...] estamos hablando [...] del refinado arte de dotar de belleza a lo fallido [...]".
"Pablo admira el kintsugi, el arte japonés de reparar las cerámicas rotas con resina mezclada con polvo de oro o plata, de modo que la grieta queda bien a la vista, brillante, destacada, ennoblecida por el metal. Los japoneses piensan que esas cicatrices, esa historia, esa falla, son la belleza del objeto".
Rosa Montero inventa una historia para nosotros. Es una historia que consuela. Es una historia bella que cura de todo lo feo que en ella se cuenta.
Me pregunto si la madrileña comenzó a escribir esta novela, como tantas veces se escribe, para intentar comprender. Me pregunto si intentó sondear lo insondable, esto es, "la crueldad sin sentido, la violencia perversa, eso es lo que resulta más insoportable". "Solemos creer que estos horrores son sucesos extraordinarios y remotos, algo tan ajeno a nuestras vidas como el estallido de una supernova. Pero no: el infierno está aquí, somos nosotros". "Los monstruos se ocultan en el lóbrego vientre del silencio doméstico". Y ante esa constatación, ante esa cercanía del horror y pareciera a veces que omnipresencia, ante esa impotencia de sondear, de llegar al negro fondo del abismo, ante esa sempiterna incomprensión y, por tanto, claudicación del inicio de la solución, me pregunto si finalmente Rosa Montero se escribió esta historia para consolarse, para exculparse, para ocuparse de lo que solemos ignorar.
"Esos críos que sólo salían de casa para ir a la tienda de comestibles, ese tropel de niños callados, desastrados y tristísimos, hubieran debido llamar la atención de los vecinos. Pero no. No le importaron a nadie. O tal vez sí, pero no se atrevieron a dar el paso. Quizá hubo personas que [...] se acercaron alguna noche a la puerta [...]. Que arrimaron la oreja a la madera [...]. Pero ¿de qué vale eso, si luego no haces nada? Ahora bien: ¿qué se puede hacer? ¿Y si te equivocas? ¿En qué momento justo pasas de ser prudente a ser medroso? ¿Y de ser un ciudadano responsable a un entrometido y un cotilla? Pablo entiende a los vecinos que ignoraron la situación. Y al mismo tiempo le dan asco. Se da asco".
La historia que se cuenta y que nos cuenta Rosa Montero en esta novela es como un cuento de hadas, no se me ocurre mejor forma de describirla. Es como un cuento de hadas porque la autora hace magia con las palabras. Con ellas emplasta, repara lo roto. Es como si recogiera con mimo esos trozos de esa maltrecha cerámica japonesa del kintsugi y se aplicara con suma delicadeza a volver a componerla dándole para ello brillo a las junturas de la reparación.
Yo sostengo con cuidado este libro entre mis manos. No quiero apretarlo por temor a a herirlo. Tanteo con las yemas de mis dedos el equilibrio entre la suavidad y la firmeza. Me esmero por que apenas se sienta el roce de mis palmas pero por que su tacto caliente y aliente; por que se sepa de la concavidad de mis manos dispuestas a sostener y recoger; por que los intersticios entre mis dedos no sean nuevas y amenazantes caídas a los infiernos. Sonrío tímidamente invadida por la preciosura de lo que leo. Me conmuevo y arrugo ante lo feo que me encuentro. Y, a cada rato (y aquí le robo a la Montero una expresión que ella utiliza en alguna ocasión en este libro), siento cómo se me esponja el corazón.
Esta historia también es como un cuento de hadas porque en ella hay un hada. Y, no, no es esta una novela de fantasía; ojalá fueran fantásticas las cosas que en ella se cuentan. El hada de esta novela se llama Raluca, Raluca la raruca, como en alguna ocasión la llamaron.
"Raluca es imperfecta. Gloriosamente imperfecta. Sin ese enredo de dientes, y sin ese ojo perezoso que de cuando en cuando parece achicarse o adormecerse, sería una mujer demasiado guapa". Sería como la belleza perfecta: presta para mirar pero indigna de admirar.
Raluca es inocencia. Pareciera estar sin malear a pesar de que su vida no ha estado exenta de dureza. No es culta, no tiene demasiada formación, pero ostenta su propia sabiduría. La suya "es la virtud animal de la esperanza, una fe desmedida en nuestro derecho a ser felices". Raluca dice que tiene buena suerte. Yo pienso que l a buena suerte es de quien tenga a Raluca en su vida, pues, a su lado, "parece que la felicidad es sencilla y desnuda, y tan fácil que [...] entran ganas de llorar".
"Raluca es un planeta, Raluca es la Tierra flotando en el espacio, azul y verde y blanca por la nata batida de las nubes, una bola soleada y fulgurante, tan bella como la más bella joya en la solitaria negrura del cosmos, y Pablo es un meteorito que cae desenfrenado hacia ella, atrapado por la inexorable ley de la gravedad".
Pero Pablo no quiere gravitar. Se resiste. "Le ronda el hundimiento. Se está deshelando y eso le convierte en un charco de agua sucia". "Muerto de miedo, eso es lo que está. Muerto de miedo por la posibilidad de sentir algo". "Miedo a ponerla en riesgo y a hacerle daño. Aunque también [...] a [...] dejar de ser una rama, un corcho, una piedra. A fallar otra vez. Y sufrir". Y es que "la mujer le asusta. Conoce a las personas así. Son invasoras, vienen para quedarse y exigir cariño". "Esa mujer lo pone todo fácil. Y ese es el peligro: resbalar hacia ella, acostumbrarse. Tiene que aprender a protegerse" porque él no sabe dar cariño. "Pablo se admira, una vez más, de [...] cómo hay en él una personalidad de hombre de mundo; de cómo puede revestirse de autoridad, [...]. Gestionar la vida del poder siempre le ha sido fácil. Lo que no sabe hacer, en donde es un absoluto ignorante y un desastre, es en la vida real, en lograr ser persona y ser amigo [...]". Pablo no quiere gravitar hacia Raluca porque "no debe. No puede. No sabe".
"Pablo está convencido de que es necesario aprender a amar en la infancia, como se aprende a caminar o a hablar. Y, así como existen los famosos niños salvajes que han sido criados por animales y a los que, si son rescatados más allá de los seis o siete años, ya no se les puede enseñar el lenguaje, también hay, según Pablo, niños salvajes del amor, que jamás vieron en su infancia a una pareja que se quisiera y que son incapaces de distinguir el alfabeto amoroso, el cual les resulta tan ajeno como si la gente estuviera hablando en tagalo. Para resumir: Pablo no sabe tagalo. Y no se cree capaz de poder aprenderlo".
Pablo es ese hombre, no solo el de la cita anterior sino que literalmente es "ese hombre". Así nos lo presenta Rosa Montero. Así lo conocemos al comienzo de esta novela. No sabemos aún su nombre. No sabemos a qué se dedica. Tan solo sabemos que está viajando en un AVE Madrid-Málaga de dudosa velocidad sin apartar ni un segundo la mirada de su portátil. Viajamos con él. Montero nos invita a acompañarlo. Nos cuela en su mismo vagón. De entre todos los pasajeros, hace que nos fijemos en él. Nos tiene ya captados. En una novela en la que se llegará a afirmar que "un manto de maldad recubre el mundo" ella nos cubre con su manto de maga. Así, pues, "si nos fijamos bien, ese hombre debería ser llamativo, atractivo, el típico varón poderoso y conocedor de su propio poder. Pero hay algo en él descolocado, algo fallido y erróneo. Una ausencia de esqueleto, por así decirlo. Esto es, una ausencia completa de destino, que es como andar sin huesos. Se diría que ese hombre no ha logrado un acuerdo con la vida, un acuerdo consigo mismo, lo cual, a estas alturas ya todos lo sabemos, es el único éxito al que podemos aspirar: a llegar, como un tren, como este mismo tren, a una estación aceptable".
Pero la estación en la que ese hombre decide de repente apear su vida no parece muy aceptable. Y es que, "sorpresa: ese hombre ha levantado la cabeza por primera vez desde el comienzo del viaje y ahora mira a través de la ventana. Miramos con él: un áspero racimo de vías vacías y paralelas a la nuestra se extiende hasta un edificio que queda pegado al tendido férreo. Nosotros nos encontramos a cierta altura, en una especie de paso elevado que debe de quedar a ras del segundo o tercer piso del inmueble. Casi al borde de las vías asoma un balconcito ruinoso: la carpintería es metálica, la puerta no encaja, una vieja bombona de butano se pudre olvidada junto a la pared de ladrillo barato. Atado a los barrotes oxidados, un cartel de cartón, quizá la tapa de una caja de zapatos, escrito a mano: "Se vende", y un teléfono. La representación perfecta del fracaso".
Es en Pozonegro, pueblo ficticio de Ciudad Real con nombre que apela a lo insondable de los horrores contra los que Rosa Montero conjura esta historia, en donde está la representación perfecta del fracaso. Es allí donde "este hombre de gusto estético exigente y exquisito [...] se ha comprado un piso espantoso en el lugar más horrendo del mundo y se ha ido allí a vivir, [...] la maldita calle Resurrección, el maldito portal número 2, el segundo piso con su balconcito aniquilante, la absoluta fealdad, en fin, del Culo del Mundo".
En ese número dos de la calle Resurrección (parece que la fealdad también puede ser imperfecta y que en un lugar tan muerto como Pozonegro puede existir una calle con tal esperanzador nombre) Pablo tendrá por vecina a Raluca; también al bueno de Felipe, jubilado de la mina que tanto esplendor diera a la zona para convertirla tras su cierre en un pozo negro; así como a una madre y una hija que viven en el piso de arriba, desde donde a Pablo le llegan en la noche gritos y ruidos. Por las calles de Pozonegro se cruzará con una adolescente gótica, a la que califica para sí mismo como la loca del pueblo, y se desencontrará con el zafio de Benito, quien es en realidad el primero con el que se cruza pues es quien le vende el destartalado piso con vistas a las vías del tren.
Y así es como comienza esta historia. O quizás así es como a Pablo le gustaría que comenzara la suya. Una tabula rasa. Una página en blanco. La oportunidad de inventar una historia, una vida nueva que usurpe su pasado. Pero también en esto Pablo se revelará como un desastre.
Sí, Pablo está huyendo. Eso es justo lo que hace cuando siente la necesidad imperiosa de desvanecerse de su propia vida. Huye de esa vida. Huye de su pasado. Huye de sí mismo (algo, esto último, harto difícil, por no decir imposible).
A medida que Rosa Montero nos escribe la historia de Pablo en la tabula rasa que es Pozonegro, nos va desvelando las páginas ya escritas de su vida. Lo hace muy poco a poco. Sabemos primero, más allá de la ubicación geográfica, a dónde iba y de dónde venía o de dónde volvía y a dónde regresaba en ese tren Madrid-Málaga. Conoceremos a qué se dedicaba antes de apearse en el inhóspito pueblo. Iremos ahondando en cómo Pablo ha llegado a convertirse en ese hombre con ausencia de esqueleto (si es que llegó alguna vez a tenerlo), en ese que "no debía, no podía, no sabía".
"Se diría que en las quietas, eternas noches de agosto puede pasar cualquier cosa. Pero sólo cosas bellas, desde luego". Se diría que en el verano que Pablo pasa en Pozonegro solo pueden pasar cosas bellas a pesar de las cosas feas que él sabe que constantemente pasan en cualquier lugar, tras cualquier puerta. Se diría que en un cuento de hadas, como es esta novela, puede pasar cualquier cosa. Y pasa. Vaya si pasa. Hasta pasa que se me acaba la magia.
Soy un poco Raluca, no por hada sino por raruca. Así, mientras la mayoría de lectores al leer esta novela pienso que estarían deseosos de saber de lo que (o de quien) escapa Pablo, de conocer cómo se resuelve esta historia y cómo se concilian ambas vidas de su protagonista, mi máxima curiosidad, mi mayor placer, está en el presente, en esa nueva página que está siendo escrita en Pozonegro, también en los recuerdos que Pablo entremezcla con ella, en sus inventos, en sus colecciones de hechos y curiosidades. Es por ello por lo que cuando ambas vidas de Pablo se encuentran, lo siento como un choque, como el desastre causado por el mítico elefante que entra en la chatarrería. Mis manos ya no consiguen sostener. Se muestran incapaces de acoger. Contemplo impotente como se escapa la frágil cerámica entre mis dedos. No son los trozos que Rosa Montero había restaurado con esmero los que se precipitan entre ellos, esos tal vez hubiera podido rescatarlos a tiempo. Son migas minúsculas. Es polvo que se esfuma. Es la magia que se desvanece.
Sí, soy raruca, pues no es la primera vez que me paso esto con una lectura. Comprendo que tenía que darse ese encuentro pero no me ha gustado cómo se ha producido. Comprendo que el encuentro ha abierto aún más ese abanico de la violencia íntima que nos tiende esta novela y que lo ha hecho además con una perspectiva muy interesante. Sigo sintiendo, no obstante, que he perdido algo.
Comprendo también que en realidad la vida es así. Que existen momentos de magia que parecen eternos pero no lo son. Que, incluso, con los años, la magia nunca es completa en esos momentos porque sentimos premonitoriamente la punzada del miedo de su sabida desaparición por más que esta historia abogue por "intentar reconstruir la inocencia, es decir, la ignorancia de la fatalidad y del fin de los sueños".
El sueño de la magia de esta novela terminó para mí y no lo vi venir. Era víctima de tal encantamiento que ni siquiera lo quise ver a pesar de que ahí estaba. Pero, si pienso en ella tras su lectura, no puedo evitar que me vuelvan las ganas de sostener, de abrazar con suavidad, de acoger e incluso sisear una especie de nana. No sabéis, a pesar de que se ha atenuado el entusiasmo por mi descubrimiento, lo que me alegro de haberme animado a leer por fin a su autora, a esa Rosa Montero tantos años conocida solo por su nombre y fama. No sabéis la magia que encuentro siempre en hacer bello lo feo, en el milagro que son para mí esos seres tan rotos por dentro. No sabéis lo poco y lo mucho que necesito para que ese milagro cobre vida y cure.
"Demasiada cobardía y demasiada curiosidad. Y el embeleso de esta vida tan áspera y tan bella".
Si te ha gustado...