Revista Opinión

La burocracia nunca olvida

Publicado el 27 abril 2018 por Manuelsegura @manuelsegura

La burocracia nunca olvidaHacia finales de la década de los cincuenta del siglo pasado, algunos hospitales públicos en nuestro país eran sitios lúgubres y ateridos, ornamentados en blanco y negro. En uno de ellos, una familia veía apagarse la luz de un niño de apenas una decena de años afectado de leucemia. Aquellos días de sufrimiento interminable resultaron baldíos para evitar lo inevitable. Una mañana, el crío murió en la cama de una de las habitaciones, rodeado de algunos de los seres que más lo quisieron y a los que él más quiso. Con la comprensiva complicidad de algún facultativo, uno de los familiares cogió el cuerpecito aún caliente y lo envolvió en una manta. Se lo echó en brazos y salieron a la calle. Pararon un taxi y pidieron al conductor que los llevara a una dirección de un barrio obrero en aquel Madrid grisáceo que tan crudamente retrata en ‘El pisito’ el inigualable Rafael Azcona. El chofer no hizo preguntas sobre aquel niño embozado o quizá pensó que iría dormido.

Tras velarlo en su domicilio, al crío lo enterraron al día siguiente en uno de los cementerios de la gran ciudad, sumidos en el dolor y la pena. Su padre, roto de amargura, lanzó a la fosa sobre el ataúd albar una colección de novelas de aventuras de ‘El Coyote’, pues el chico había heredado su afición por la lectura.

Varias décadas después, aquel hombre falleció ya octogenario y fue enterrado en la misma sepultura que su único hijo. Estuve allí y me rondó la tentación, antes de que los sepultureros pidieran el consentimiento para proceder, de asomarme para comprobar si en el fondo seguían los libros que me aseguraron que él mismo había arrojado. Finalmente, quizá por cierto pudor, no lo hice.

Hace unos días murió la madre de aquel niño. Tenía 97 años y en los últimos de su existencia el mal de Alzheimer la mantuvo ingresada en una residencia geriátrica. Fue cuando la burocracia, esa parte peyorativa de la Administración y que Balzac definiera como un mecanismo gigante operado por pigmeos, entró en juego y ejecutó su particular venganza: no podía ser enterrada en la misma fosa que su marido y su hijo debido a que la tumba estaba a nombre del primero y, para el registro, ella no constaba como titular. Sorprende que, en el siglo de la nuevas tecnologías, resulte imposible corroborar que alguien sea quien su propia familia dice que es. Tras múltiples gestiones, el funcionario municipal ofreció como alternativa que fuese introducida en un nicho habilitado para un periodo de diez años y que luego, si nadie reclamaba aquellos restos, pasaría al osario. Así se hizo, ya que no era cuestión de alargar la situación en una disputa de incierto resultado. Ya puedes hacer lo que quieras, que todo acaba en nada, como le reconoció un vehemente Juan Marsé –que también se inició en la lectura con las novelas del malogrado José Mallorquí– a Enric González, hablando una vez sobre la muerte

El hombre que arropó a aquel niño inerte hace más de sesenta años, burlando cuanto hubiera supuesto emprender el proceloso papeleo para sacarlo del hospital, fue mi padre. El crío, mi primo, y sus padres, mis tíos. Estos días he reparado en que a veces la vida te juega estas malas pasadas, como exigiendo que le devuelvas la moneda que le sisaste una vez. Si entonces fue posible driblar a la burocracia, parece que en esta ocasión el destino se la tenía guardada a mi familia. Enterramos en la soledad que solo otorga la melancolía, su hermana menor y mis hermanos, a la madre de aquel niño, quien no descansará junto a él, como siempre fue su anhelo, por culpa de un mero trámite administrativo. Maldita burocracia, que nunca supo de sentimientos ni compasiones, y malditos sean los que de ella hacen un uso tan putrefacto como intransigente.

[‘La Verdad’ de Murcia. 27-4-2018]


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