Algo parecido debió pasarle a Bermudo III
Era verano del año 1037. El rey de León, el joven Bermudo III, harto de los actos hostiles del navarro Sancho el Mayor y de su hijo Fernando, conde de Castilla, acude a la explanada de Tamarón (hoy Burgos) para enfrentarse a Fernando, que estaba casado con su hermana Sancha. Empujado por su ardiente mocedad se metió entre las tropas enemigas y fue cosido a lanzadas y estocadas
Hijo de Alfonso V el Noble (o el de los Buenos Fueros), Bermudo III el Mozo nació en 1017. Con once años fue proclamado rey bajo la regencia de su madrastra Sancha. Con quince asumió el poder y expulsó a la regente y toda su camarilla. Este dato demuestra su carácter y fortaleza de ánimo. Según la Historia Silense (o Legionense), escrita entre 1109 y 1135, Bermudo “constituido en Rey en su niñez, no se sintió atado a las distracciones ni nimiedades infantiles, ni a las apetencias lascivas propias de su edad, sino que, sobreponiéndose a todo desde el comienzo de su reinado, comenzó a regir las instituciones públicas y a defenderse de las gentes perversas”.
El rey de Navarra, Sancho el Mayor, invadió León, obligando a Bermudo a refugiarse en Sahagún. Allí hizo donaciones a los monasterios, y en agradecimiento los monjes le regalaron un estupendo caballo “rosillo” (o sea, rojizo) muy bueno, así como unos lujosos aperos, freno y silla… Pero el rey navarro murió a comienzos de 1035. Entonces Bermudo exigió que se reintegraran al Reino de León las tierras comprendidas entre los ríos Cea y Pisuerga, siempre en disputa. Fernando, su cuñado, hijo de Sancho, se negó, y además se ‘inventó’ el Reino de Castilla y se proclamó rey. La guerra era inevitable. Así, a finales de agosto o principios de septiembre del año 1037 (hace casi un milenio) castellanos y navarros se enfrentaron a leoneses, asturianos y gallegos en un valle al que decían Tamarón.
La lucha tuvo que ser, tal y como se estilaba en la Edad Media, muy sangrienta y “porfiada”, según dicen las crónicas, dando a entender que no se vislumbraba el vencedor. En algún momento, en lo más crudo del combate, arrebatado por su ardor juvenil, Bermudo picó espuelas y lanzó a su fantástico caballo, ‘Pelayuelo’, aquel que le habían regalado los monjes de Sahagún, contra la hueste enemiga. Hay que imaginarse el momento: caballeros y peones haciéndose picadillo mutuamente, gritos desgarrados por el dolor y por ver las propias tripas desparramadas por el suelo, rechinar de espadas, golpes contra escudos y armaduras, relinchos, insultos, órdenes y arengas, polvo, calor, sangre por todas partes, miembros y cabezas, cuerpos inertes de animales y hombres cubriendo la llanura…
En ese instante, el rey, enardecido por el fragor del combate y sus veinte años, protegido por coraza y celada, debió desenvainar su espada (de más de un metro de hoja y unos cinco kilos), y tal vez gritando contra su cuñado Fernando y los castellanos, “hirió su caballo, que era famoso por su ligereza” y se fue contra el enemigo. Los caballeros que permanecían con él trataron de acompañarlo en la carga, pero la velocidad, fortaleza y resistencia de ‘Pelayuelo’ los distanció rápidamente, de modo que el pobre Bermudo, de repente, se vio solo en medio de la tropa castellana. Fue atravesado múltiples veces. Unos segundos después llegaron sus caballeros, que sólo pudieron recoger su cuerpo, irreconocible por los tajos y la sangre. La batalla terminó. Fernando permitió que se llevaran el cadáver a León y, poco después, como marido de la hermana del fallecido rey, se proclamó Rey de León y Castilla.
A finales del pasado siglo se llevó a cabo un estudio sobre los huesos de los Reyes de León que se conservan en la Basílica de San Isidoro; un trabajo arduo, pues las tropas napoleónicas habían saqueado los sepulcros y almacenado los huesos de los monarcas. Paleopatólogos, forenses y especialistas analizaron y estudiaron los restos, y encontraron un esqueleto que se correspondía con lo que las crónicas contaban de Bermudo: varón de unos veinte años, de un metro setenta de altura y múltiples heridas punzantes, de guerra, perfectamente compatibles con las que, según las crónicas, recibió el rey. En su informe los expertos contaron una lanzada de casi cinco centímetros en el ojo derecho (la celada no aguantó) que rompió los huesos que forman la órbita, otras dos en la cadera, dos espadazos en el muslo (uno por delante y otro por detrás) que cortaron el fémur, otro en la mejilla que le destroza el hueso malar…, así hasta un total de16 espadazos, flechazos y lanzadas, muchos en la parte inferior del tronco. Seguramente, antes de caer del caballo ya era cadáver.
Tal vez, si ‘Pelayuelo’, el poderoso caballo ‘rosillo’ que le regalaron los monjes, no hubiera sido tan veloz, la historia hubiera sido muy distinta. En todo caso, con esa cabalgada hacia la muerte se extinguía la dinastía regia que, por línea masculina directa, se había transmitido desde don Pelayo hasta Bermudo el Mozo. Sus ancestros godos se hubieran sentido orgullosos de su galopada.
Así eran las cosas hace mil años. En todas partes.
CARLOS DEL RIEGO