“Tomar un café” es uno de esos ritos encantadores que nos hace más sociables, más amigos y, claro, en un primer impulso me vas a decir que sí. Quedaremos en mi casa, te haré pasar a mi salón y te dejaré sentado en mi nuevo sofá color chocolate .
Un poco de música suave enriqueciendo la atmósfera, te hará sentirte cómodo. Tendrás ganas de hablar de la vida, de lo transcendental o, simplemente, de lo que es superfluo pero nos hace reír.
Mientras comentamos la jugada, me oirás trastear por la cocina. Sacaré mi vieja cafetera de puchero de uno de los armarios y, tú, sorprendido, me preguntarás por mi máquina de espresso de diseño. Sí, la de las capsulitas. Yo te responderé que he vuelto a mis orígenes y que te estoy preparando el mejor café del mundo en la vieja cafetera de mi abuela. Te distraeré, describiéndote los orígenes que he elegido para esta mezcla de granos: un poco de Kenia, Brasil y un toque napolitano…
A los pocos minutos de encender el fuego, empezarás a sentir la fragancia sutil del café que se hará más insistente, más poderosa… Ya estarás absolutamente relajado y dispuesto a que nos conectemos con este ritual del tomar el café… Entonces, la cafetera alcanzará su punto místico, al borde de la ebullición y… se pondrá a cantar La Traviata. Sí, no lo has leído mal: La Traviata de Verdi.
Serán unos compases que tú no oirás…
Lo descubrí el día ese tan famoso en el que se fue la luz… La avería general afectaba a mi calle y la voz automática del Servicio de Atención al Cliente ( que le cambien el nombre, Por Dios!) me informó que tenía para cinco horas sin suministro . No Internet, No leer, No tele, No lavadora, No nada. No se me ocurría que hacer. Estaba a oscuras …
Busqué la linterna. Nunca sé dónde la pongo…Nunca la he necesitado. “Linterna” y “Nunca” parecen ser amigas. Tampoco di con las velas de emergencia que todos, todos, tenemos en casa. ¿Dónde? Ni idea, claro. Recurrí al precioso velón de vainilla que me regalaron para mi cumpleaños que me había resistido a encender para no perder la delicada forma cubista en la que estaba esculpido .La cocina se iluminó tenuemente con la suave luz de la llama… El aroma dulzón de la vainilla se esparció por la cocina… Me apeteció un café. Un rico espresso, de esos aromáticos y cremosos. Un Blue Mountain sería una buena elección pero miré mi preciosa máquina de café, de diseño, con sus capsulitas y totalmente muerta y borré de mi mente la idea del café. Pero… el café se imponía en mi cabeza.Café, café, café….
Desde pequeña, he vivido el” tomar café” como un rito sagrado. Íbamos a un tostadero, dónde mi padre elegía según los orígenes. Lo compraba en grano, ya que consideraba imprescindible molerlo instantes antes de ponerlo en su cafetera. Este grato recuerdo que casi huelo, me hizo recordar que tenía la vieja cafetera de mi abuela en el fondo de un armario y… ¡Funcionaba con mi cocina de gas natural! No necesitaba la dichosa luz. La lavé y la llené de agua. ¿Y el café? Miré las cápsulas, miré la cafetera. Me dediqué a rasgarlas e ir llenando el viejo cacillo con el café de George.
Me sentía eufórica, me iba a tomar mi café, a la luz de la vela de vainilla mientras esperaba la visita de mi amante. El último. Posiblemente, el definitivo.
Mientras la cafetera iniciaba la ebullición, cogí mi móvil ( que milagrosamente estaba cargado) y llamé a mi churri. Me saltó el buzón de voz, al mismo tiempo que la cafetera empezaba a cantar La Traviata. Yo también salté. Primero estaba asustada y después, más tranquila al ver que el viejo cacharro lo único que hacía era tatarear el Brindisi. Me acerqué y con todo el valor que pude reunir, abrí la tapa. El café, caliente y especiado, aparentaba una normalidad absoluta.
Entonces, mi teléfono empezó a sonar. Era él. Para entonces, la cafetera ya había callado y mi imaginación volvió a encarrilarse hacia la normalidad . Respondí, con voz coqueta, mientras enroscaba un mechón de mi pelo entre los dedos, ya inmersa en mi papel de churri.
-¿Cuándo vendrás? Se ha ido la luz pero se me ocurren cosas maravillosas que podemos hacer totalmente a oscuras.-le dije con mi mejor versión de voz-extremadamente-seductora.
-. Dentro de un ratito. Tengo mucho trabajo- me respondió él.
La Cafetera silbó el inicio del Brindisi. No le di importancia.
-¿Me echas de menos, churri?- Mi tono ya era pecaminoso.
- Sí, muchísimo- . Y fue acabar la frase y la cafetera que subió el volumen.
-¿Me quieres?- Le hice la típica pregunta de final de conversación de amantes que sólo requiere un Sí como respuesta y colgar el teléfono.
-Sí- Me dijo él, muy bajito.
La Cafetera ya absolutamente lanzada. La Traviata en su máximo apogeo…Parecía que había una orquesta sinfónica en mi cocina…que sólo oía yo.
Fue colgar el teléfono y la cafetera, enmudeció. Me serví un café y vertí el resto en una jarrita de porcelana. Revisé el interior del viejo pote, buscando el ingenioso mecanismo que hacía que sonora la música. Nunca he sido muy de máquinas, así que tampoco me sorprendió no encontrar nada.
Mi churri duró dos meses en mi vida. Me abandonó y me partió el corazón. La cafetera tuvo algo que ver, evidentemente. No pude volver a guardar la reliquia de la abuela y, poco a poco, recuperé la vieja tradición familiar del rito del café. Dejé de hacer colas para que me vendieran las capsulitas cómo si fuera caviar y localicé pequeños tostaderos artesanos donde podía experimentar con diferentes blends y siempre que nos apetecía un café lo hacíamos en el viejo puchero.
Y el viejo puchero me cantó La Traviata- tantas veces – que tuve que admitir que había una relación causa-efecto. Si mientras se hacía el café, yo le hacía una pregunta a mi churri, El Brindisi me decía si la respuesta era verdadera o falsa.
Si me estaba mintiendo, yo oía La Traviata.
-¿Me queda bien este pantalón?
-. ¿Me ves gorda?
-¿Te caen bien mis padres?
-.¿Te gusta mi nuevo peinado?
-. ¿Le tiras los tejos a la Pepi?
Venga Traviata!, hasta que llegó el día en el que me atreví a preguntar: ¿Tú me quieres?
Ya puedes imaginarte que, la música, sonó atronadora y si no me hubiera hecho tanto daño, hasta podría decirte que fue espectacular. Ya llevo bastantes relaciones finiquitadas por mi cafetera-polígrafo.
Ahora entiendo porque mi padre la escondió durante todos estos años en el garaje, en una caja de cartón. También descubrí cómo la abuela sabía- siempre- cuando la estábamos engañando. Entrábamos , mis hermanos y yo en la cocina, y ella nos preguntaba ¿Quién ha roto el jarrón chino? La cafetera hervía en el fuego. Nosotros le decíamos que “un golpe de viento” y ella respondía: Me vais a cantar La Traviata, golfos…y nos castigaba sin merendar.
Es un chivato de la mentira. De todas las mentiras: las transcendentales y las superficiales…
Y yo no puedo evitar someter a todos mis amantes a la prueba de La Traviata. Estoy enganchada a la verdad. Podría dejar que las cosas fluyeran naturalmente y volver a conectar mi máquina de café espresso en cápsulas pero…no puedo. La cafetera de la abuela me supera…
Si vienes, te invitaré a catar un increíble blend de un torrefactor artesano. Te encantará. Me lo envían desde Roma. Esperaré que el aroma te llegue al cerebro y te preguntaré.
Libiamo, libiamo ne’lieti calici
che la belleza infiora.
E la fuggevol ora s’inebrii
a voluttà.
Libiamo ne’dolci fremiti
che suscita l’amore,
poichè quell’ochio al core
Omnipotente va.