Unos meses antes de las elecciones presidenciales en Colombia de 2002, pocos conocían al candidato independiente Álvaro Uribe Vélez. Su figura, la de un hombre de provincia, con aspecto rural y poco nombre en la capital, Bogotá, hacía impensable que pudiera ganar la presidencia en un país tan centralizado. Sin embargo, ganó dos veces seguidas por mayoría absoluta, ese año y en 2006, y después logró aupar a la presidencia a sus dos delfines: Juan Manuel Santos e Iván Duque.
Veinte años después, la presencia de Uribe todavía domina la política colombiana. Llegó como un outsider que dinamitó el sistema tradicional de partidos en el país y ha monopolizado el poder político desde entonces. Se le odia y se le ama: para unos plantó cara a la guerrilla de las FARC en su momento más álgido; para otros, fue un presidente autoritario que cometió crímenes de lesa humanidad y tiene cercanías con el paramilitarismo. Su nombre ha vuelto a rondar las elecciones presidenciales de 2022, pero por primera vez desde 2002 ni él ni uno de sus sucesores ha pasado a la segunda vuelta. Uribe ha caído, arrastrado por los escándalos y el desgaste de su proyecto político.
“Mano firme, corazón grande”
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