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Cuando nació mi primer hijo, me tocó a mí, como es lógico, anunciar el feliz acontecimiento a la familia. Después de hablar con mi madre, llamé a mi suegra, en Inglaterra. La familia de mi mujer es de origen judío, si bien mi suegra es atea y, por si fuera poco, está casada con un cristiano. No obstante, como veremos, toda renuncia a la propia religión tiene sus límites. Así, cuando le dije el nombre que le habíamos puesto al retoño -nombre que habíamos ocultado hasta entonces, para evitar comentarios del tipo "uy, no, ése no"-, no contestó con la alegría que yo esperaba. Más bien, lo hizo con un curioso y un tanto ominoso silencio. Qué raro, pensé, si es el nombre de su padre, es decir, el abuelo de mi mujer, o lo que es lo mismo, el bisabuelo del recién nacido, primer bebé de esa generación en toda la familia.
Pocas horas más tarde, una llamada telefónica de Inglaterra nos informó de cuál era el problema: es tradición entre los judíos askenazíes no poner nunca a un bebé el nombre de un familiar vivo. Y el bisabuelo de la criatura, a sus 91 años, estaba vivo y más que lúcido. Naturalmente, nos negamos en redondo a cambiarle el nombre, con lo cual se gestaba, si no un cisma, sí un pequeño conflicto familiar. Y eso después de haber dejado bien claro, desde hacía ya unos meses, que bajo ningún concepto circuncidaríamos al bebé, en caso de que fuera niño.
Por suerte, un par de días más tarde, otra llamada telefónica nos comunicó la feliz solución del asunto. Alguien de la familia había hecho las investigaciones pertinentes, y había descubierto que entre los judíos sefardíes (eso debía de ir por mí), la dichosa tradición del nombrecito no existía. Así que todos tan contentos, y el que más, el bisabuelo. Y es que, ateos o devotos, ya nos hablaba Tevye de la importancia que para ambos tiene... ¡¡la tradición!!
La actual revitalización de la cultura yiddish viene de la mano de la música klezmer, un fenómeno cada día más popular a nivel mundial. Uno de los factores decisivos en esta popularización cabe buscarla precisamente en El violinista en el tejado (1971), que hizo que muchos hijos y nietos de emigrantes judíos, que habían poco menos que dado la espalda a sus raíces, descubrieran y comenzaran a interesarse por aquella música, así como por la obra literaria de autores como Sholem Aleichem, y se contagiaran de la nostalgia del shtetl. A ello hay que unir, naturalmente, el premio Nobel otorgado a Isaac Bashevis Singer en 1978. Esta combinación de factores parece haber tenido unos efectos algo retardados, pero hoy se puede decir que el klezmer está para quedarse.
En cuanto a la literatura yiddish, desconozco lo que se escribe en la actualidad, pero me alegra ver cómo desde hace unos años se están recuperando, con cuentagotas pero también con regularidad, algunas de las grandes obras literarias de aquella cultura que a pesar de todo, tozuda ella, se negó en su día a dejarse exterminar. No es de extrañar que dicha recuperación tenga lugar en primer lugar en EEUU, dado que allí se encuentra hoy la mayor comunidad de hablantes de yiddish.
Parte del divertido discurso de Bashevis Singer en Estocolmo, hablando sobre el yiddish
Hace unas semanas hablaba de la extraordinaria El imperio de Kalman el lisiado, de la cual destacaba, aparte de su gran calidad literaria, su marcado tono elegíaco, sobre todo hacia el final de la obra, al concluir la historia justo en el momento en que Adolf Hitler alcanzaba el poder en Alemania. En La familia Máshber, el autor nos dice también, en el prefacio, que el mundo que se dispone a retratar :
tiempo ha que se esfumó sin dejar vestigio, arrastrando consigo el cimiento económico sobre el que se hallaba construido, al igual que sus conflictos sociales e ideológicos y sus intereses. No me ha resultado fácil evocarlo, reavivarlo y poner en acción a sus personajes.
Der Níster, cuyo verdadero nombre era Pinchus Kahanovich, es uno de esos autores desconocidos para el gran público y venerados por el pequeño mundo de la cultura yiddish. Nació en 1884 en Berdichev, Ucrania, y murió en 1950 en el gulag soviético. En 1904 adoptó su pseudónimo, que significa en yiddish "El oculto", tras abandonar su ciudad natal con el fin de eludir el servicio militar.
En el prefacio a La familia Máshber, considerada su obra maestra, nos encontramos con un planteamiento mucho menos elegiaco que el de Elberg, y con una visión de aquel mundo perdido prácticamente despojada de cualquier atisbo de nostalgia. Nos dice el autor que:
Me he aferrado, al componer este libro, al método del realismo artístico, aquel que se identifica con el famoso mandamiento de Goethe: "Pinta, pintor, y calla".
Der Níster, cuyo pseudónimo significa "El oculto"
Esta reivindicación del realismo era probablemente el escudo con el que el autor se quería proteger de la censura soviética. La mayor parte de la obra anterior de Der Níster era yiddish puro y duro, es decir misticismo cabalístico a go-gó y simbolismo a mansalva, algo no del agrado de las autoridades. Tanto es así que el mismo presidente de la Federación de Escritores Rusos en Yiddish inició una campaña contra él y le obligó a renunciar al simbolismo. En aquel momento, Der Níster prácticamente dejó de escribir cuentos y novelas y pasó a dedicarse al periodismo y la traducción. Tan sólo hacia el final de los años 30, cuando al gobierno soviético le dio por promover las diversas nacionalidades del país, entre ellas el yiddish, decidió Der Níster volver a la literatura. Siempre, eso sí, dentro de los límites marcados por el realismo socialista. Que no es lo mismo que seguir sus preceptos...
Un cuento para niños de Der Níster, ilustrado por Chagall
La otra gran diferencia con Kalman el lisiado radica en que, en La familia Máshber, el mundo perdido del shtetl y la desaparición de un modo de vida presente en el este de Europa desde hacía siglos, no es consecuencia del auge del nazismo, y sólo muy tangencialmente del antisemitismo y los pogromos que tenían lugar constantemente en Rusia, Ucrania y Polonia. De hecho, y para empezar, el escenario de la historia no es tanto un shtetl como una ciudad ucraniana de tamaño considerable, un importante centro cultural, religioso, económico y financiero, cercano a la frontera con Polonia. La ciudad de N., como la conocemos en la novela, es un trasunto de Berdichev, ciudad natal del autor. Situada en la actual Ucrania, Berdichev constituía, hacia finales del s. XIX, la segunda mayor comunidad judía del Imperio Ruso, y alrededor del 80% de su población era judía, la mayor parte de ellos jasídicos.
La historia del jasidismo, una corriente del judaísmo que surgió en Polonia en el s. XVIII, es bastante compleja para nosotros los presuntos sefardíes. En líneas muy generales, el jasidismo reivindicaba el valor de la espiritualidad frente a lo que consideraba un judaísmo excesivamente aferrado a la lectura del Talmud. El nacimiento del jasidismo venía a confirmar un viejo conflicto entre diferentes corrientes dentro del judaísmo, que había dado lugar, por ejemplo, a la aparición de autoproclamados mesías, como Sabbatai Zevi. Pero que no cunda el pánico: apenas es necesario saber más que estos datos básicos para entender el conflicto central de la novela que nos ocupa.
Berdichev a finales del s. XIX
La familia Máshber estaba concebida como una trilogía de la que Der Níster sólo llegó a escribir las dos primeras partes, antes de que Stalin decidiera que Hitler no iba desencaminado del todo y que había que acabar con los judíos. El título de la obra habría cobrado mayor relevancia con el tercer volumen, donde el nieto de Moshe tomaría las riendas de la historia. Con este tercer volumen inédito (algunos creen que quizá, con el arresto del autor, las autoridades también requisaron esa tercera parte de la novela), lo que nos queda, que en ningún momento se percibe como una obra inacabada, podría titularse Los hermanos Máshber, y la referencia a Dostoievski no estaría del todo injustificada.
Un poquitín de klezmer para descansar. O no.
La historia que se nos cuenta es de lo más sencilla y se puede resumir muy brevemente: es la historia del hundimiento económico y la desintegración de una familia en la Ucrania de finales del s. XIX. Moshe Máshber es un próspero y respetado banquero, felizmente casado, padre de familia y abuelo. En su casa, aparte de esposa, mujer, hijas, yernos y nieto, vive también recluido su atormentado hermano Alter, a quien todos dan por retrasado mental. Su otro hermano, Luzzi, tras pasar años en una búsqueda espiritual, ha decidido seguir la doctrina del rabino Nachman de Breslev. Este Nachman, que vivió a finales del s. XVII, era considerado poco menos que un hereje entre el resto de los jasidim. En pocas palabras, con el cambio de rumbo espiritual de Luzzi, la familia feliz, la armonía entre hermanos, la absoluta devoción que sentía la familia de Moshe por el hermano mayor, y todo lo demás se va a hacer gárgaras. Al mismo tiempo, una mala cosecha, un ultraje al retrato del zar y una creciente fanatización de la población de N. nos ponen el conflicto en bandeja.
Retrato de un cambista
Pese a ser grandes creaciones literarias, los tres hermanos Máshber no son, sin embargo, el mayor atractivo de la novela. Haciendo caso omiso de las reglas del realismo socialista, Der Níster introduce el personaje de Sruli, un tipo extraño, con un pasado sorprendente, y que actúa dentro de la novela como una especie de maestro de marionetas. Sruli hace y deshace a su antojo, actúa como benefactor anónimo, parece situarse más allá del bien y del mal, e incluso más allá de las garras del peligro. Hay quien ha querido ver en Sruli un símbolo del poder soviético jugando con la vida del individuo en nombre de la gran causa. A mí la idea no acaba de convencerme y me inclino por pensar que Der Níster simplemente se negó a barrer de su obra todo rastro de misterio cabalístico.
Otro de los grandes atractivos de la novela es la detallada y vívida recreación de aquel mundo que, a la vez que un pequeño imperio, era también otro súbdito más del imperio ruso. Ese mundo ha sido retratado muchas veces en literatura (en pintura, lo retrató sobre todo Marc Chagall, amigo y colaborador de Der Níster), pero pocas veces con tanto detalle, realismo e incluso crudeza como aquí. La desintegración de la familia Máshber, que representa, evidentemente, el hundimiento de las comunidades judías en gran parte del imperio ruso, no se debe tanto, parece decirnos el autor, al antisemitismo que las rodea como al propio fanatismo e intolerancia de algunos de sus miembros e incluso líderes religiosos. Der Níster retrató a una comunidad judía tan hermosa y miserable como cualquier otra, una comunidad capaz de proveerse ella sola de héroes, samaritanos, emprendedores, ladrones, chantajistas, borrachos, alcahuetas y matones. Una comunidad, en suma, para la que la combinación de desgraciados factores antes mencionada no representa más que el empujoncito que la lanza al abismo al que ella solita se ha ido acercando. Dada la falta de libertad en la que se movía el autor al escribir esta obra, es difícil decir si su verdadera intención era hacer un retrato tan severo y autocrítico de la comunidad de N., pero esa ambigüedad contribuye a hacer la novela aún más interesante.
Marc Chagall, delante, con Der Níster tras él, rodeados de profesores y autores en lengua yiddish
La familia Máshber, en todo caso, se me antoja una novela que, sin dejar de ser literatura yiddish, se sitúa también en la tradición de la gran novela rusa del XIX, sólo que escrita medio siglo más tarde. No estamos, desde luego, ante una obra para ser leída con prisas. La familia Máshber es una obra extensa (algunos dirían larga) en la que la acción parece jugar un papel secundario frente a la recreación de un mundo perdido (algunos dirán uy qué lentaaa). Son casi 900 páginas repletas de pormenorizadas descripciones de oficios, casas, calles, costumbres, en las que la acción transcurre silenciosa bajo el suelo; sólo de vez en cuando notamos cierto temblorcito, luego un tren que pasa por debajo, hasta que por fin la casa se nos viene encima. La galería de personajes es casi inacabable, y todos y cada uno de ellos, desde los tres hermanos hasta el mayor pringao de la ciudad, participan de ese realismo tan detallado, magistral y poco socialista del autor.
Der Níster, en suma, consigue hacernos creer que ese mundo que "se esfumó sin dejar vestigio", ese mundo en el que a nadie se le pasaría por la cabeza darle a su hijo el nombre de un familiar vivo (de alguna manera tenía que justificar el rollo del primer párrafo, ¿no?) sigue ahí, en el mismo sitio, donde siempre había estado.
El viejo cementerio judío de Berdichev