No me siento orgulloso de como me hice con La Caja. Literalmente, la robé. Sin eufemismos ni ambages. El hecho de que hayan pasado casi cincuenta años, podrá servir para la prescripción del delito, pero no para mi conciencia. Cada vez que veo La Caja, y créanme que la veo todos los días, me da un pellizco el corazón. Sí, es una punzada. No de remordimiento, no. Pero sí de culpabilidad.
La vi por primera vez allá por mil novecientos sesenta y tres. Yo apenas contaba siete años. Vivía en un internado. Llevaba ya un año allí y conocía a todos mis compañeros en el departamento de párvulos. Éramos niños de entre seis y diez años. La Caja pertenecía al Pelao, un niño de ocho años que en realidad se llamaba Antolín, pero al que todos llamaban el Pelao, porque el día que ingresó estaba pelado al cero. Allí todos teníamos un mote. Sí, yo también, por supuesto, pero no lo voy a decir. No viene al caso.
Como decía, el Pelao era el dueño de La Caja y no la soltaba ni de noche ni de día. Cargaba con ella a todas partes. Cuando creía que nadie le miraba, la abría despacito y se quedaba mirando su interior embobado. Un día que lo vi mirando La Caja de esa manera, decidí que tenía que hacerme con ella. Por la noche, esperé a que todos durmieran y me fui arrastrando por detrás de las literas hasta la que ocupaba el Pelao. El dormía en la cama de abajo, lo que facilitaba algo el asunto. Como suponía, la tenía asida en su mano. Yo iba preparado. Llevaba una caja del mismo tamaño y una pluma de paloma. Con la pluma le hice cosquillas en el dorso de la mano y en cuanto la abrió, le pegué el cambiazo. Volví enseguida a mi litera, esperé un poco para ver si todo seguía en calma y luego me dirigí al patio grande. En un lugar apartado había preparado un profundo agujero. Envolví la caja en una bolsa de plástico y la enterré. Luego volví al dormitorio y me dormí plácidamente.
Por la mañana, antes de que nos despertara la “señá” María, lo hicieron los gritos del Pelao. Se formó un buen barullo. El Pelao no dejaba de gritar que éramos unos ladrones, que le devolviéramos su caja, que iba a matar al que se la hubiera robado. Nos hicieron formar a todos y nos registraron de arriba abajo. Revolvieron todo el dormitorio, camas, taquillas, ropa. Como es natural, no apareció. Estuvimos castigados sin salir durante un mes, pero La Caja siguió sin aparecer. A los veinte días tuvieron que ingresar al Pelao en el psiquiátrico. Allí sigue. Todos los años por Navidad, recibo una tarjeta de felicitación como respuesta a la mía. Seguro que la escribe uno de sus cuidadores.
Así fue como me hice con La Caja. He vivido en mil sitios diferentes. He perdido amigos, libros, discos, un hijo y dos mujeres, pero La Caja sigue conmigo.
¿Su contenido? ¡Por favor! ¿Por quién me toman? Nunca he abierto La Caja. Yo sólo quería poseer un misterio.