Manolo Bores
Un curso de paleografía (tratado o estudio de la escritura antigua), a parte del desgaste de vista, me permitió comprender plenamente el acto de crear o escribir poesía, pues la poesía sigue siendo escrita o, mejor, dibujada bellamente.
La escritura carolingia y la cortesana (siglos XI-XV) me mostraron la belleza y elegancia de la escritura. Sus rasgos son perfectos. Unos estáticos y rectos; otros, dotados de movimiento, se unen entre sí en una sucesión total (como las olas). Los escribientes eran profesionales–artesanos que disponían, en los largos siglos de la Edad Media, de todo el tiempo del mundo y hacían de la escritura un arte, belleza.
Reconocí lo que de monumental tiene la escritura a mano y valoré el gozo vital del acto de escribir cuando se escribe con plena conciencia, sintiendo nacer cada palabra y amándola. Respecto a esto imaginemos una escena: un enamorado, en medio de la noche y poco después de haber estado con la amada, la escribe una carta con ardor... Escena muy similar a la del poeta generando sus textos sagrados, iluminados.
Escribir. Detener el tiempo, salvar las cosas, resucitarlas en las palabras, inventar sueños, amar realidades... El poeta crea, se lanza al vacío, siente angustia, busca las palabras o las escucha, las escribe con pasión y se agarra a ellas. Su escritura es hermosa. El acto de escribir inventa una realidad no existente anteriormente. Se sufre. El poeta escribe con fuerza, recalcando los signos que emplea, o nerviosamente, persiguiendo mensajes y formas. El blanco del papel (según Octavio Paz) se puebla de figuras y el poema es un mundo que encierra mundos: planetas, ríos, lunas, soledades, amor, plantas, orgasmos...
La poesía es una escritura hierática (sagrada), como los jeroglíficos. Nos transmite secretos. Y el verso tiene un carácter sublime, místico (ministerio, misterio, mester). Cada verso está forjado a fuego, es una revelación, una obra acabada que no puede ser de otra forma. Por eso cuesta crear poemas, porque cada verso es una lucha cuerpo a cuerpo. Y verso a verso, con el tesón del escultor, se elabora la sorpresa. Cada verso es un lugar de encuentro, porque el poeta, como nos decía Ortega, nos dice algo ya conocido y olvidado ya por nosotros. El poeta nos llama desde el límite, entre brumas y sombras. Porque cuando el poeta afirma el pulso sobre el bolígrafo y marca unos signos, está poniendo alas a las palabras que utiliza. La palabra poética tiene duende. Veamos un ejemplo:
El tiempo nos empuja, va dejando como el agua en la roca, sus señales. A.López Gradolí
En estos dos versos,al encontrarnos palabras como tiempo, agua, roca, sentimos ecos en nuestra mente o en nuestros sentidos. Cada palabra resuena y, por un momento dice más. Esa realidad fugaz es la poesía: una visión, una revelación. Por eso, cuando leemos en voz baja un poema (recitar, rezar), se crean nuevas realidades, ya que cada palabra es una constelación por genio del poeta. La palabra tiempo concita imágenes: un reloj, el tic–tac, recuerdos, cumpleaños, Cronos devorando a sus hijos...; la palabra empuja, expresa lo agresivo e inexorable del tiempo, recuerda a Machado, a Azorín...; va dejando, indica acción progresiva, contínua, como la sedimentación, y enlaza perfectamente con el símil (como el gua en la roca): los golpes rítmicos del agua–vida (tic–tac del reloj) horadan la dureza de la roca–hombre.
La palabra poética tiene alas.ARTÍCULO © Manolo Bores ©Revista literaria Pernía, Núm.4, Enero de 1985. Edita y dirige: Froilán de Lózar