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Llevaba
viviendo en la misma calle más de sesenta años.
Y en todo ese tiempo ella había
experimentado cambios profundos, como la sociedad misma. De tal manera que se
podría afirmar que, aun siendo la misma de siempre, esta calle era a su vez
muchas calles diferentes. Desde un punto de vista urbanístico y de equipamiento
había sufrido varias remodelaciones. De ser un barrizal inhóspito en días de
lluvia se había convertido con el tiempo en un espacio pavimentado, con
papeleras, bancos de madera y setos recortados.
Pero la edad también impone una peculiar
visión de las cosas. El estado de ánimo también influye, el cambio
estacional... Con la llegada de la primavera, la luz y el colorido de los días
radiantes tienen la propiedad de insuflar vida a la calle; por el contrario,
los días tristes de otoño, con la caída de la hoja o los días fríos o
lluviososde invierno, la depresión se
adueña de ella. Entonces se la ve gris
y apagada.
Al
principio de todo, cuando era un niño, la calle era un espacio para el juego. Y
eso que cuando llovía se embarraba con facilidad por la escasa pavimentación y
porque, junto a la acera, había un espacio arbolado lleno de tierra y matojos,
un sitio ideal para jugar al escondite.
De adolescente se convirtió en el sitio
donde solía quedar con aquella muchacha del barrio, su primer amor. Cuando la
veía desde la ventana de su habitación, su corazón se agitaba de contento.
Entonces la calle se llenaba de bellos pájaros, de mariposas de palpitante
colorido y de dominio del arco iris. Nunca el azul del cielo era tan intenso.
En ese momento, bajaba las escaleras apresuradamente o, mejor, flotaba sobre
ellas para el encuentro con la chica de su vida.
Con la madurez, la calle empezó a
convertirse en una molestia, en un tema de preocupación... que si no había
sitio para aparcar, que si los pájaros cagaban el coche, que si el ruido, que
si la inseguridad ciudadana, que si esto que si lo otro. La música de los
vecinos en noches de verano y ventanas abiertas se convertía en una pesadilla,
y lo mejor era instalar un aparato de aire acondicionado,
cerrar ventanas y aislarse de la calle y del mundo.
Y ya de mayor, con achaques y problemas
de movilidad, lo cotidiano era bajar a dar un paseo con ayuda del bastón. Se agradecía
ese banco situado al sol algunas mañanas donde sentarse y entablar alguna
pequeña conversación con alguno de parecida edad, disfrutando de la calle que,
a pesar de las apariencias, seguía siendo la misma de siempre, con sus niños
jugando, sus adolescentes enamoradizos, sus personas maduras criticando todo lo
humano y lo divino y los viejos como él, sentados en el banco, tomando el sol,
viendo pasar la vida mientras consumían la suya propia.