Ya no hacen falta treinta monedas de plata, hoy solo bastan dos de hojalata y un mísero billete gris de papel mojado. Ya no hace falta que la espalda sienta el filo de la hoja de un cuchillo, porque de frente son los ojos los que se clavan en la indiferencia de un reloj que se ha detenido. Ya no hace falta que llegue la noche y nos vuelva a engañar, porque la luz del día descubre cada mentira escondida en unas manos que se han manchado de reproches antes de acercarse a las mías. Ya no hace falta un mensaje en un contestador que no tiene espacio para respuestas enlatadas de una voz que tirita por el frío del invierno. Ya no hace falta que te pongas tus zapatos de los domingos, porque los adoquines sobre los que caminamos ya no se ven, ocultos bajo el alquitrán de un asfalto que ha sepultado nuestros pasos. Ya no hace falta que pintes tus labios con un carmín que se ha descorrido en las mejillas de otra cara, que no sabes qué esconde detrás de su máscara. Ya no hace falta buscar el número de una calle que no tiene puertas, ni ventanas con cortinas, ni balcones por donde escapar, con una farola rota por una piedra que aún yace en un rincón con olor a orina.
A ti te te digo, sí a ti, que ya no nos hace falta nada, porque el reloj se ha vuelto a poner en marcha, y podemos regresar sobre nuestros pasos en este callejón sin salida, que tenía en su entrada una señal de dirección prohibida, pero que los dos borramos con nuestros grafitis de frases hechas que nunca dijeron nada.
A ti te digo, sí a ti, que ya no nos hace falta nada en la calle de este cementerio donde los dos hemos acabado, separados por una pared de yeso, con el cemento que oculta tres malditos ladrillos sobre los que han colocado un bloque de mármol, donde han grabado con cincel nuestros nombres, pero que han olvidado la fecha en la que los dos, un día nos cruzamos.