La vida de Eve (Gabriela Cartol) discurre entre el piso 42 y el sótano de un exclusivo hotel en Ciudad de México, entre sábanas blancas y objetos o despojos que huéspedes van dejando atrás: en las habitaciones vacías, en el desorden ajeno, Eve, joven madre y camarista, encuentra un momento de intimidad que le permite soñar con un cambio de vida. En La camarista (México, 2018), ópera prima de la directora mexicana Lila Avilés, el hotel funciona como una brillante alegoría de una sociedad en la que aquellos que habitan los espacios de arriba —aquellos que pueden costearlo— se permiten ignorar a las personas que desde abajo llegan con la misión de limpiar un lugar que no les pertenece, que no será suyo. La convivencia es real, su presencia es real, pero queda claro que unos existen más que otros. Si bien para los huéspedes se trata de una experiencia pasajera, para Eve no. Ella debe repetir la rutina con el mismo rigor porque es fundamental para que el hotel —o la sociedad— siga funcionando como lo ha hecho siempre. Solo una esperanza la mantendrá en pie.
Avilés nos muestra el complejo mundo de una mujer comprometida, pero atada a un trabajo infértil, obligada a cumplir órdenes de quienes no la toman en cuenta: Eve es madre, pero funge de nana extraoficial para que una esposa adinerada pueda darse un baño; Eve desconfía de su entorno pero al abrirse, sufre una traición; Eve da y no recibe, o, si bien lo hace, el placer le es momentáneo, y deberá enfrentar la desilusión con rabia y confusión. Tímida, buscará acabar con el agobio y alcanzar la felicidad, que yace en ocuparse de la limpieza del piso más lujoso o en hacerse de un vestido rojo olvidado. En algunos momentos, la trama se vuelve difusa, sobre todo al inicio, pero es importante prestar atención a los detalles que van revelando el viaje íntimo de la protagonista y su lucha por formar parte de lo visible. Ciertamente, pareciera que estamos frente a un drama duro, pero entonces llegan momentos de humor y distensión gracias a personajes memorables como Minitoy. Avilés se tomó ocho años para gestar esta obra hoy elogiada y candidata a mejor film de ficción en el 23 Festival de Cine de Lima PUCP, que incluso fue una obra de teatro en sus inicios. Hoy nos invita a reinterpretar el silencio y pensar en el valor de quienes pasan sin ser vistos.