Revista Viajes

La carretera

Por Noeargar
Nairobi, Kenia. 24 de junio 2011
La carretera
321 Kilómetros separan Arusha, la pequeña gran ciudad de un millón de habitantes, del Parque Nacional de Serengeti. Miles de gigantescos camiones, destartalados autobuses, atestados “daladalas”, masivos todoterrenos y vetustas bicicletas circulan con habilidad, esquivando y adelantando sin detenerse ante cualquier pequeño obstáculo que constantemente invade una de las pocas carreteras asfaltadas del país. A ambos lados la actividad es frenética. Tiendas, pequeñas viviendas, precarias chabolas, humildes fábricas, improvisadas gasolineras y decenas de iglesias de otras tantas confesiones colmatan cada metro. Estructuras de mayor o menor envergadura, todas sin excepción pintadas con una gran cruz roja, marca de su condena, que pronto serán demolidas para dar paso a una nueva carretera, más moderna, más rápida.
La carretera es el centro de todo, la ciudad se estira infinitamente a lo largo de ella, todo el mundo quiere estar cerca. Más allá tan solo se extiende infinitas llanuras repletas de vegetación. Tiendas de artesanía se mezcladas con puestos callejeros. Junto a una peluquería se fabrican ladrillos. Varios hombres arman un sofá al aire libre mientras otros al lado apuran una cerveza en un pequeño bar con vistas a un improvisado taller de reparación de bicicletas. Allí donde se ha podido ganar algo de terreno entre el asfalto y la densa vegetación, sobre la tierra rojiza ya inerte de tantas veces pisada, surge un pequeño mercado donde se intercambian los más inesperados artículos.
Avanzamos hacia el Oeste. Las faldas del Monte Meru quedan a nuestra derecha. Pequeñas plantaciones de café comienzan a ganar sitio junto a la carretera, reminiscencia de un pasado mejor cuando Tanzania era su principal exportador. Grandes extensiones de maíz, el principal producto de la dieta local, se hacen un hueco entre los pequeños núcleos, cada vez más dispersos, que se aglutinan entorno al asfalto. Varias mujeres portan pesados bultos sobre sus cabezas. Un grupo de maasais pasea entre el gentío portando su característica daga al cinto, la lanza en una mano y un teléfono móvil en la otra. Cientos deambulan por la improvisada acera.
Nos adentramos a toda velocidad en el Valle del Rift, la gran falla sobre la corteza terrestre, “cuna” de la civilización. El terreno se torna más árido, grandes acacias y enormes baobab dominan la perspectiva. Anuncios de diferentes compañías telefónicas salpican la carretera. Cualquier medio es válido para publicitarse. Coca-cola patrocina el próximo punto kilométrico. Alejados de la carretera en la inmensidad de territorio que se abre ante nosotros comienzan a divisarse pequeños poblados maasai donde las casas con tejados de aluminio destacan frente a las tradicionales chozas de adobe, producto de los esfuerzos del gobierno tanzano por su adaptación a la vida moderna. Un policía interrumpe nuestra veloz marcha con la intención de llevarse un sobresueldo por pasar por alto cualquier nimiedad. La corrupción es el pan de cada día en un país donde no pocos viven con menos de un dólar al día.
La carretera bordea ahora el parque nacional del lago Manyara. Una jirafa llama nuestra atención. Las veredas antes húmedas y atestadas ahora aparecen polvorientas y desérticas. Un niño de apenas 6 años conduce sin prisas un rebaño compuesto por un puñado de ovejas y dos vacas, no muy lejos unos burros transportan lento pero seguros pesados fardos. Nos adentramos en la sabana.
Atravesamos la puerta de acceso al área de conservación del cráter de Ngorongoro. Abandonamos el asfalto, pero apenas aminoramos la marcha a lomos de nuestro potente todoterreno. Babuinos salen a nuestro encuentro. Divisamos a lo lejos los últimos poblados maasai antes de adentrarnos en el Serengeti. Gacelas, búfalos y cebras pastan juntan sin apenas inmutarse, sin prisa. A ambos lados de la carretera, hasta donde se alcanza la vista se extiende la “tierra infinita”, ninguna construcción humana ensucia nuestra visión. De repente una leona si interpone en nuestro camino, aminoramos la marcha, ahora es ella la que marca el ritmo.



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