Con motivo de la publicación de su excelente “Words and music by Saint Etienne”, los londinenses han hablado en alguna entrevista sobre la capacidad del pop para proporcionarte instantes de felicidad de tres o cuatro minutos, que hoy día se prolongan eternamente gracias a la continuidad que podemos establecer en nuestro reproductor de mp3 con las listas de elaboración propia. Guille Milkiway también ha comentado, al sacar al mercado “La polinesia meridional”, que la idea de escapismo había estado muy presente en la confección del álbum.
Vivimos tiempos complicados, crueles incluso, y no tienen visos de mejorar en el medio plazo, tal vez incluso la pequeña evolución que vayan experimentando con los años apenas llegue para que nuestra felicidad vuelva a cifrarse en aspectos estrictamente materiales. Y sin embargo la vida sigue, el tiempo pasa y se va descontando de nuestro depósito. Está claro que, más allá de las discusiones político-económicas que suscite la crisis, la consigna a seguir en el futuro tendrá mucho ver con la felicidad de lo inmediato. Debemos ser conscientes de que cada pequeño momento de dicha es algo valioso e irrenunciable, por pereza que nos dé o riesgo –incluso económico, para qué asustarse cuando hay tan poco ya que perder- que nos cueste.
El pop siempre ha sido para el que suscribe un refugio de optimismo, sensibilidad y elegancia. La Casa Azul y Saint Etienne son, en sus respectivos estilos, maravillosos ejemplos de ello, y la semana pasada tuvimos la fortuna de que tocasen por aquí cerca. Poner sus discos o asistir a sus conciertos es abrir una grieta en la realidad asfixiante que nos rodea y colarse a través de ella. En muchas ocasiones he hablado ya del poder que tiene la música de Saint Etienne para rescatarme de cualquier sombra, de cualquier tropiezo, en especial esos segundos discos que han aparecido con las reediciones de sus álbumes, donde se muestran más delicadamente experimentales y renuncian casi al concepto de “canción” en favor de deliciosos momentos sonoros.
La Casa Azul es otra cosa, quizá menos sutil, más inmediata, pero también más profunda de lo que parece. “La polinesia meridional” es un estallido de euforia que esconde precisamente el miedo y la indignación frente a la realidad, una rebelión pop más sincera y convincente que muchas otras poses culturales. Ahora bien: el directo de Guille supera todo lo que hayamos visto antes en un aspecto muy concreto: la conexión con el público. Su puesta en escena es impactante: a pesar de tocar en locales de tamaño reducido, la pantalla donde proyecta cuidadas imágenes, y la escenografía robótica habitual, anuncian una frialdad electrónica que quiebra en cuanto los fans empiezan a cantar todas, absolutamente todas las canciones a voz en grito. Los que lo seguimos, pero no tan intensamente, nos vemos de repente envueltos en una especie de ceremonia eufórica que nos supera. Es algo emocionante y muy divertido. Arrancó con “Los chicos hoy saltarán a la pista”, y cuando comenzó la segunda, “Chicle cosmos”, apenas se oía ya su voz, la gente había tomado todo el protagonismo. Y así a lo largo del concierto: dialogando con él, solicitándole temas, haciéndole coros, supliendo sus ocasionales olvidos de letras antiguas… En varias ocasiones el cariño que transmite el público llega a ser sobrecogedor, y el propio artista se rompe, especialmente cuando pasa al piano y extrae el tuétano romántico de muchos de sus temas, sobreproducidos para la pista de baile. Sonaron todos sus clásicos, y brillaron los del disco nuevo que entrarán seguro en esa categoría: “Qué se siente al ser tan joven”, “Colisión inminente (Red lights, Red lights)” o “La fiesta Universal”. El concierto se alargó mucho más allá de los bises previstos (con una versión dance y alargada de “La revolución sexual”), y salimos de allí con esa alegría extenuante de las vivencias que recordaremos siempre.
Saint Etienne tocaban el domingo, y uno no dejaba de tener el presentimiento fúnebre de que los realmente fans íbamos a ser bastantes menos, que la mayoría de la gente no iba a reconocer muchos temas del set list, y que en definitiva no podría haber tanta conexión. Hablamos, claro, de unos ingleses más ingleses que la mermelada de naranja, es decir: repertorio cerrado, distancia, emotividades las justas… En esos casos lo mejor es abstraerse y pensar que están tocando sólo para ti, además estábamos en primera fila y no era cuestión de preocuparse por nada, sólo disfrutar. Y así fue. El repertorio era el mismo del Primavera Sound –sólo eché en falta “Mario’s Cafe”-, aunque en distinto orden, pero al fin y al cabo es garantía segura, y en seguida la gente empezó a bailotear en el asiento. Para otra entrada dejaré el asunto de la organización de conciertos pop en auditorios con butacas, algo tan ridículo que sólo puede entenderse en un país como el nuestro, rebosante de contenedores culturales a los que no se sabe o se quiere dar contenido, y que acaban acogiendo toda clase de manifestaciones artísticas de valía –gracias a la nunca apreciada labor de los gestores culturales- en un espacio inadecuado. Pero el caso fue que a medida que iban cayendo los temas y se ponía en evidencia la profesionalidad de Sarah Cracknell, diva, glamourosa y entregada como si estuviese tocando frente a su fan club, Lovers Unite, el público fue respondiendo y unos cuantos valientes se echaron a un lado para acompañarla de pie. Pese a alguna crítica insidiosa que he leído últimamente, sonaron unos cuantos temas de su último álbum, al menos seis, los suficientes para que pueda considerarse reivindicado. Muestra indicativa de la buena acogida que está teniendo es la reacción de los asistentes ante “Tonight” o “I’ve got your music”. Su disposición en el escenario es muy sencilla: Bob y Pete a las máquinas, en posición DJ, Sarah ejerciendo de entertainer con su vestido de lentejuelas y su boa de plumas, y Debsey haciendo coros y arropando el baile a la derecha. Suficiente para desgranar algunas de las piezas más joviales y encantadoras de la música popular reciente: Sylvie, Like a motorway, Who do you think you are, Nothing can stop us now, A good thing…, acompañadas por proyecciones de series y películas de los sesenta-setentaUno echa de menos alguno de sus mejores temas, quizá aquellos proco apropiados para el directo –especialmente un directo ante público no habitual-, como pueda ser el Last days of discode su último álbum, pero aun así el concierto fue memorable y la gente acabó de pie y entusiasmada ante el cierre, He’s on the phone.
Es hermoso y emocionante ver a tu grupo favorito, sobre todo cuando durante mucho tiempo temí que no llegase esa ocasión, porque andaban medio retirados. Este año es la segunda vez, y por años que pasen siempre recordaré estos momentos. Llamémoslo escapismo, huida a través de la grieta o, simplemente, felicidad.
P.D.: esto es amor y lo demás son tonterías. Pese a tenerme discretamente vigilado en lo que a las miraditas a la Cracknell se refería, Nuria tuvo el detalle de, apenas se retiraron, aproximarse al escenario y coger una de las plumas de la boa que se habían quedado en el suelo. Y que ahora permanece guardada, como un tesoro, en la caja de la edición para coleccionistas de “Words and music…”.
Por cierto, aviso para fans: la semana que viene se pone a la venta a través de cierto canal y a ciertas horas la versión US del disco, con un segundo CD de diez temas inéditos entre los que está el Jan Leemig que pudimos ver en un vídeo en el que se nos explicaba su composición. Como veis, el aviso es relativo: no concreto lugares ni fechas porque habrá que pelearse por él, y yo en esto, muchachos, no hago amigos…