Me temo que mis días de bloguera han llegado a su fin. No me malinterpreten, quiero a este modesto blog con furor y desenfreno. Por todos los buenos ratos que me hace pasar y los baños de ego que me pego de vez en cuando. No hay terapia más barata que estas líneas que tecleo sin ton ni son, ni patio de marujas más agradecido que el TL que profanamos a diario. El problema es que este estado hormonal de embarazo a término en el que me hallo tiene subyugada la esquizofrenia galopante de la que habitualmente hago gala.
Me estoy volviendo zen. En su variante más grave. Me atrevería a decir que acumulo en mi ser un nivel de La Fuerza completamente incompatible con cualquier amago literario, no digamos ya humorístico o chisposo siquiera. Que para triunfar en este maremágnum de bitácoras variopintas es necesario una dosis elevada de histeria y desesperación es de primero de blogueando sin ambición.
Razones para internarme de forma voluntaria en un frenopático no me faltan. No les cuento mi día de ayer por miedo a que se extienda el pánico colectivo y tengan que declarar el estado de sitio. Baste decir que la vuelta al colegio con tres horarios dispares, cuatro profesoras henchidas de motivación docente, veintiocho millones de compañeritos con su padres plomizos adosados a la mochila y armados de freunden buchs, las pertinentes visitas al ginecólogo, los monitores, los análisis, las ecografías, la dichosa maletita del hospital, las toneladas de mini-bodys, mini-gasas, mini-pijamas y toda suerte de artilugios minúsculos que campan a sus anchas por doquier y mis obligaciones pseudo-laborales, amén de una reunión de padres al borde que un ataque de nervios diaria y este clima germano que nos regala lluvias torrenciales día sí y día también, deberían darme material suficiente para competir con la versión ilustrada de la Enciclopedia Británica.
Pero no. Algo tiene La Quinta, con su pataditas traicioneras y su forma de aposentarse sobre mi cadera derecha, que sólo la idea de que quizá pronto pueda teneral en brazos, pese a los miedos infernales que me asolan en cada esquina, que me está convirtiendo en la versión edulcorada de Caroline Ingalls.
Fíjense si es seria la cosa que ni las mañanas con sus colacaos y sus dientes a medio lavar están consiguiendo romper este idilio involuntario. Miro a mis niñas y ya no veo unos monstruos testarudos rifándose mi paciencia. Las veo más guapas, más relucientes y más encantadoras que nunca. Esta mañana, para asombro de todos los presentes, en lugar de vestir a La Cuarta con un placaje hombre a hombre como acostumbro le he cantado. Yo que sólo conozco la escala del grito desagarrado he entonado El patio de mi casa con su chocolaaaate y su moliniiiiiiiiillo. A puntito he estado de arrancarme con el Señor Don Gato y su tejado así, porque sí.
Lo peor es que además nos estamos volviendo ideales. El padre tigre ha cejado en su enconado empeño por lucir barba estilo Príncipe Felipe y está otra vez suave y lustroso. Desde que se nos ha estropeado la cafetera de mis desvelos tomamos té en unas tazas monísimas que no habíamos usado nunca. Todos. Con su tetera inglesa y su terroncito de azúcar. La Tercera está con el guapo subido y unos bucles dorados que nos sacarían de pobres en un aprieto. Por no hablar del golpe de melena de La Segunda a la que ya se rifan las madres de su clase nueva para amiguita predilecta de sus hijas. Hasta le estamos sacando partido a la amalgama que tiene La Primera por cabellera. Además ha recuperado las gafas que le dan un aire parisino de lo más favorecedor.
Gracias al cielo La Cuarta nos ha cogido unos kilitos y luce cual alemán beodo. Si no estaríamos perdidos en este jardín otoñal que haría las delicias de cualquier revista de lifestyle. No sé si este estado de embriaguez será transitorio ni cuánto durará la resaca. Entre tanto me temo que tendrán que digerir como puedan estas impersonaciones sinatrianas que padezco de vez en cuando.