Revista Opinión

“La Casa de los Amigos de los Libros”

Publicado el 13 enero 2019 por Ydelgado

Una tienda, un pequeño comercio, una barraca de feria, un templo, un iglú, las bambalinas de un teatro, un museo de cera y de sueños, un salón de lectura y a veces una sencilla librería con libros para vender o alquilar y devolver, y los clientes, los amigos de los libros, venidos para hojearlos, comprarlos, llevárselos. Y leerlos.

Desde hace ya mucho tiempo, los literatos, o al menos muchos de ellos, hablan con indiferencia de la "literatura", y la palabra literatura en su vocabulario tiene mala prensa.

Las películas y la danza o el relato de sueños y, otras tantas cosas, incluso la literatura, pasan por la cazuela de juicios absolutos, eruditos y despectivos: "¡Todo eso es literatura!"

Los pintores, los buenos y los malos, los grandes y los pequeños, los auténticos y los falsos, los vivos y los muertos no hablaban jamás, ni antes ni hoy, mal de la pintura. Igual que el jardinero frente a un jardín sin forma, un jardín ni hecho ni por hacer, un parterre extraño y misterioso de hiedra y de ortigas, no dice: "¡Todo eso es horticultura!".

Adrienne Monnier era como ese jardinero, y en el invernadero de la calle Odéon donde se abrían, se cambiaban, se dispersaban o se marchitaban las ideas en toda libertad, en toda hostilidad, en toda promiscuidad, en toda complejidad, sonriente, emocionada y vehemente, ella hablaba de lo que amaba: la literatura.

Y es por eso que, recorriendo la calle de Odéon, muchos entraban como en su casa, en la casa de ella, en la casa de los libros.

Su casa era un hall de estación, una sala de llegada y de salida donde se cruzaban muy singulares viajeros, personas de allí y de aquí, personas de por allá y personas extranjeras, personas de Dublín y de Vulturne, personas de Grande Carabagne y de Sodoma y Gomorra, personas de Verdes Colinas que vienen, la mayoría, simplemente de un mundo de lo más complicado para pasar con Adrienne una Noche en Luxemburgo, una Tarde con Monsieur Teste, una Estación en el Infierno, algunos minutos de Sable Memorial.

Y el Ángel de lo Raro paseaba con Moll Flanders por los Sótanos del Vaticano, bajo el Puente Mirabeau corría el Sena a lo largo de las riberas del Odéon, el Cielo y el Infierno se esposaban, Los Pasos perdidos se encontraban en los Campos Magnéticos y había música. Podía escucharse en sordina Cinco Grandes Odas patrióticas magníficamente envueltas por el estribillo del Descerebrado y la Canción del Mal Amado y los Cantos terribles y bellos de un niño de Montevideo.

Y las Bellas Letras ronroneaban, incluso si se las acariciaba a contrapelo, Adrienne Monnier lo permitía, y a veces incluso ayudaba.

En ocasiones los más jóvenes, furtivos y sin interés, hojeando los libros, pegaban mecánicamente la oreja, divertidos.

Nombres raros surgían en las frases más simples, como contraseñas de una sociedad secreta muy singular: Fogar, Smerdiakow, Barnabooth, Lafcadio, Benito Cereno, Nostromo, Charlus, Moravagine, Anabase, Fantomas, Bubu de Montparnasse, Eupalinos...

Y después los jóvenes se marchaban, llevando con ellos, bajo el abrigo, las hermosas castañas del fuego de la conversación, los libros no guillotinados, ejemplares y numerados. Modestos y anónimos representantes del comercio de las ideas, de ideas en reventa no muy lejos de las riberas.

Y después caía la noche.

Adrienne, antes de cerrar su tienda, toda sola con sus libros, como se sonríe a los ángeles, les sonreía. Los libros, como buenos diablos, le devolvían su sonrisa. Ella se guardaba esa sonrisa y se iba. Y esa sonrisa iluminaba toda la calle, la calle Odéon, la calle de Adrienne Monnier.

Jacques Prévert

Traducción: Yolanda Delgado


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