No sabes lo que es el miedo hasta que le has alquilado una casa a un pakistaní.
Nada más poner un pie en Inglaterra uno descubre que mantener un cierto estándar de higiene doméstica es un privilegio de ricos. Al resto de los mortales con cuentas corrientes de reponedor del turno de noche no nos queda otra que santiguarnos y negociar con el pakistaní de turno.
El mercado de la vivienda insalubre funciona así: ellos te cobran una fortuna por vivir en un zulo, tú les firmas por adelantado los cheques para todo un año y te preparas para lo que, con toda probabilidad, sea la experiencia más terrorífica que hayas vivido hasta la fecha. En el ranking de casas de dar mucho miedo la nuestra se llevaba la palma.
De la búsqueda del habitáculo en cuestión se encargaron mis amigas la de Albacete y la de Suiza. Por aquel entonces eran muchas las almas que andaban expiando sus pecados buscando casa por aquellos lares. Tan difícil estaba la cosa que estas señoras que ahora se hacen llamar mis amigas y madrinas de alguna de mis hijas, se conformaron con ver la casa desde la ranura del buzón que estaba incrustado en la puerta.
Tras la inspección pormenorizada del trozo de pasillo que desde allí pudieron vislumbrar firmaron el contrato en su nombre, el mío y el de un valenciano que tocaba la guitarra. Nos faltaba un quinto en discordia.
Los pakistaníes son gente de recursos. Lo nuestro era originalmente un adosado con dos dormitorios y medio, dos baños, un salón y una cocina distribuidos en dos plantas, un sótano y un jardincito trasero. Nuestro pakistaní, Josh, nos la vendió como un unifamiliar con cinco dormitorios, salón-comedor, cocina, baño y aseo. Esta transformación milagrosa no le costó ni una libra esterlina.
Arrancó los mueble de la cocina original y los colocó en el pasillo aledaño de forma que si no a atravesabas la cocina de canto solías encender el gas sin darte cuenta. El hueco que quedó libre se convirtió en mi dormitorio. El día que abrí mi alacena, alias armario, para colocar mis saltos de cama tuve que sacar primero un cartón de leche verde y varios botes de mermelada mohosa.
El salón lo dejó tal y como estaba, pintado de amarillo de pollo con flores rojo chillón. Como los inquilinos anteriores se habían dedicado a coleccionar colillas en la moqueta ni corto ni perezoso encontró otro retal de moqueta y lo posicionó encima. Sin quitar las colillas. Ni pegar la moqueta. Ni nada.
El medio dormitorio, como tenía lavabo, pasó a llamarse master bedroom con baño en suite para dar cobijo a mi amiga la de Suiza y el tropel de amigos que la visitaban día sí y día también. Cuando no le visitaba nadie tenía la perturbadora costumbre de recoger personajes variopintos por la calle e invitarlos a vivir con nosotros. Nos trajo una especialista en lobos que sólo comía tomates hidrolizados, un cocinero esquizoide que cambió varias veces de personalidad y profesión durante su estancia, un hombre-mujer y algún que otro albano-kosovar sin papeles.
Los avispados de mi amiga la de Albacete y el valenciano que tenían más instinto darwiniano que los demás tomaron posesión de los dos dormitorios per sé. Nos quedaba por encajar el quinto dormitorio. Hagan ustedes cuentas… El quinto dormitorio lo consiguió arrancando el wáter del segundo baño, llamándole a la ducha armario, con su cortinilla de plástico y todo, y dejando los agujeros de las tuberías sin tapar.
Los muebles, utensilios y enseres que le fueron sobrando en la multiplicación de los panes y los dormitorios los fue dejando en el jardín a merced de la lluvia, los roedores y algún que otro foragido que debía vivir por allí sin dar mucha lata.
Cómo relatarles la cantidad de bachatas al son de la guitarra que tuvimos que bailarnos entre ron y ron, bien pegaditas al venezolano que se nos apareció cual virgen de Fátima, para conseguir que firmara el contrato antes de enseñarle el baño-habitación.
Aquella fue la primera de muchas borracheras míticas en el 9 de Alma Place.
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