Revista Cultura y Ocio

La casa de los lamentos - Helen Garner

Publicado el 05 diciembre 2022 por Elpajaroverde

"En una pequeña ciudad del estado de Victoria, Australia, vivía un hombre junto con su mujer y sus tres hijos pequeños. Luchaban por salir adelante con el sueldo de limpiador de él, mientras se construían poco a poco una casa más grande. Un día, de repente, su mujer le soltó que ya no estaba enamorada. No quería seguir adelante con el matrimonio. Le pidió que se mudara. Los niños se quedarían con ella, y él podría verlos siempre que lo deseara. Le instó a que se llevase de la casa todo lo que él quisiera. Lo único que le reclamó, y que consiguió, fue el más nuevo de los dos coches que tenían.

El desdichado marido agarró su almohada y se fue a vivir a casa de su padre viudo, a un par de calles de distancia. Poco después, a su mujer se la empezó a ver en compañía del albañil que habían contratado para enlosar la casa nueva. El obrero era un cristiano renacido con varios hijos y su propio matrimonio roto. La mujer recién separada comenzó a acudir con él a la iglesia, y más adelante el marido lo identificó conduciendo por la ciudad al volante del coche que él mismo había comprado con el sudor de su frente.

Llegados a este punto, el relato evoca una canción country, una historia triste de amores traicionados, una melodía lacerante y dulce a la vez.

Sin embargo, diez meses más tarde, una noche de septiembre de 2005, justo después de que oscureciese, mientras el marido rechazado, tras una excursión por el Día del Padre, llevaba a sus hijos en coche de vuelta a casa de su madre, el viejo Holden Commodore de color blanco se salió de la carretera, apenas cinco minutos antes de llegar, y se precipitó a una balsa. Él consiguió salir del coche y nadó hasta la orilla. El vehículo se hundió hasta el fondo, y los niños se ahogaron".

Esto que parece un cuento no lo es. Ojalá lo fuera. En los cuentos siempre está claro quién es bueno y quién es malo. Identificamos sin atisbo de duda quién es la bruja, el ogro o la madrastra malvada; quién la princesa, el príncipe o el campesino bondadoso. De los cuentos extraemos una enseñanza moral. Explican el mundo y las pasiones que nos mueven. De este no-cuento, en cambio, solo extraigo que el mundo en el que vivimos es caótico. Llego al comieron perdices y vivieron infelices y tan solo sé que no sé nada. Supongo que, si el mismísimo Sócrates llegó a esa misma conclusión, no es la mía poca enseñanza.

La casa de los lamentos - Helen Garner

Este no-cuento es el principio del libro que os traigo hoy. Este no-cuento es un suceso real que aconteció en Victoria el día del padre (que en Australia se celebra el noveno mes del año) de 2005. Esa noche aciaga de un domingo cuatro de septiembre el viejo coche de Robert Farquharson se sale de la carretera y se precipita hacia una balsa de siete metros de profundidad. Junto a él viajan sus tres hijos de diez, siete y dos años, a los que, tras pasar con ellos tan señalado día, lleva de regreso a casa de su madre, Cindy Gambino, de la que lleva casi un año separado. De los cuatro ocupantes del vehículo, solo el padre sale con vida. Los tres niños perecen ahogados dentro del automóvil.

Farquharson cuenta que se desmayó al volante tras un ataque de tos. Esto, que puede sonar extraño, es algo que puede ocurrir. Se llama síncope tusígeno y es algo de lo que no había escuchado hablar en mi vida. Más que ignorancia por mi parte, mi desconocimiento en este caso señala lo improbable de una pérdida de conocimiento causada por un ataque de tos. De hecho, no hay prueba ni procedimiento médico capaz de determinar si alguien que afirma haber sufrido tal síncope lo ha padecido en realidad. La única forma de poder afirmarlo fehacientemente es que alguien haya sido testigo del ataque de tos y el posterior desmayo. En el caso de Robert Farquharson, las únicas personitas que hubieran podido presenciarlo están muertas, por lo que difícilmente podrían testificar a su favor. Justo es también decir que el hecho de que un suceso sea improbable no lo convierte en imposible.

La muerte de los tres pequeños conmociona a Australia. ¿Accidente o asesinato? La opinión pública rápidamente se inclina hacia la segunda opción. A pocos les entra en la cabeza que un padre opte por la propia supervivencia y no luche hasta el final por intentar salvar a sus hijos. Como si en una situación extrema se pudiera optar por algo. Como si lo que no primara fuese el instinto (a saber si el de supervivencia o el de salvar a los vástagos). Como si todos aquellos a los que no les entra tal cosa en la cabeza hubieran pasado por esa misma situación y pudieran tener por tanto una certeza absoluta sobre cómo hubiesen reaccionado ellos.

Farquharson amaba a sus hijos. Eso afirma él por pasiva y por activa. Eso corrobora su exmujer. El amor, esa explicación tan intangible y tan comodín para tantas cosas. "La fantasía sentimental del amor como una condición de mera benevolencia, un espacio tranquilo y soleado en el que uno siempre está a salvo de sus propios impulsos destructivos". "¿Desde cuándo amar a alguien significa que no quieras matarlo en algún momento?"

El comportamiento de ese padre tras salir de la balsa y dejar a sus hijos sepultados en una tumba metálica bajo litros de agua no deja de parecer extraño. Va hacia la carretera. Detiene un coche. No pide llamar a emergencias ni solicita ayuda para bucear hacia el auto sumergido en un intento desesperado y más que probablemente estéril por rescatar a sus hijos. Insiste, en cambio, en que lo lleven hasta la casa de su exmujer. ¿Responde esa reacción a la necesidad de estar junto a la única persona que puede comprender y compartir la profundidad de su dolor o acaso es urgencia por espetarle a la causante desde hace casi un año de otro dolor en él lo que acaba de hacer, si es que lo que ha hecho ha sido un acto voluntario? Nuevamente lo extraño no ha de tomarse como sinónimo de imposible. Los caminos de la mente para transitar por un estado de shock son inescrutables.

Tras conocer la fatal noticia Cindy confía en la palabra del padre de sus hijos. Cree en su versión. Lo apoya. ¿Es la suya una confianza razonable o tal vez solo un mecanismo de protección para no tener que afrontar un dolor infinitamente mayor e incomprensible que abriría incluso las puertas al angustioso abismo de la culpabilidad?

Entre los australianos conmocionados por la muerte de los tres pequeños, se encuentra la reputada escritora y periodista Helen Garner. Como a tantos de sus conciudadanos, hay muchas cosas que no le entran en la cabeza. Sin embargo, y al contrario de muchos de ellos, no es presta en juzgar. Será por eso por lo que se presta a observar cómo otros juzgan. Será por eso por lo que, dos años después, se sienta día tras día en la sala de la Corte Suprema de Victoria en la que juzgan a Robert Farquharson. Será por eso por lo que sigue todo el proceso judicial a lo largo de varios años. La casa de los lamentos, el libro que hoy os traigo, es la crónica de ese proceso judicial.

"No sé lo que esperaba, pero era un tipo corriente. Un hombre como cualquier otro", opina la escritora tras ver por primera vez de manera presencial a Robert Farquharson. Esperaba, supongo, al ogro del cuento, al lobo feroz. Se encontró con que por mucho que los cuentos que nos contaban de pequeños intenten poner orden al caos del mundo, la vida es mucho más compleja que un cuento.

Los juicios reales tampoco son como los juicios de las películas. Oh, sí, también hay puestas de escena espectaculares en el juicio a Robert Farquharson. Una diría que tanto defensa como acusación apuestan la mayoría de sus cartas al poder de su oratoria, de su retórica, de su capacidad para enredar a los testigos y hacerles dudar de aquello que tan convencidos venían a declarar. Qué injusticia la de la justicia. ¿Juzgamos pruebas que nos permitan dilucidar entre la inocencia o culpabilidad de un acusado o juzgamos el carisma, el sentido del humor, el ingenio o la empatía de los diferentes interventores?

Pero los juicios reales, al contrario que los del celuloide, no están hechos para entretener. Los alegatos finales de abogado y fiscal no son monólogos de pocos minutos sino que se alargan durante varios días. Los interrogatorios a los diferentes peritos son densos hasta llegar a resultar soporíferos. Días y días hablando de marcas en la carretera, del automóvil que conducía el acusado, del estado psicológico de Robert Farquharson tras la separación. "¿De verdad que no hacía falta un título en física para entender cómo había acabado el coche en la balsa?", se pregunta Helen Garner ante su incapacidad de seguir las explicaciones de muchos de los expertos que testifican. Las expresiones que observa en los rostros de los diferentes miembros del jurado delatan la misma incomprensión. ¿De quién nos fiamos, pues? ¿A quién le damos mayor credibilidad si somos legos en la materia de exposición y no terminamos de comprender del todo lo que nos cuentan? ¿Apostamos nuevamente por aquel que por su firmeza, tono de voz, gestos, compostura, etc. haya salido más airoso de un interrogatorio? ¿Apostamos la vida de un hombre a esa especie de intuición que es el instinto? "Sabía que [...] eso no tenía cabida en un juicio. Pero ¿qué era eso? ¿No era acaso una especie de razonamiento semiinconsciente, modelado por las muchas semanas de pruebas? ¿Un rayo de luz fugaz que confrontaba el fenómeno en cuestión con cualquier otra situación parecida con la que te hubieras podido encontrar al tratar con otras personas a lo largo de tu vida?" No, el instinto no es algo que haya que rechazar a la primera de cambio. No es algo tan caprichoso como se cree. Se basa en los conocimientos adquiridos a través de experiencias previas. Le hacemos caso de manera inconsciente muchas más veces de las que pensamos y con una alta probabilidad de éxito. Lo cual no es óbice para que ese mínimo margen de error pueda considerarse como algo equivalente a eso otro que llaman duda razonable.

Garner no acude sola al juicio de Robert Farquharson. La acompaña Louise, la adolescente hija de dieciseis años de una de sus mejores amigas. La joven se está tomando un año sabático. Como si del instituto se tratase, Louise pira un día el juzgado. A Helen le dice que tiene cita con su ortodontista. Al día siguiente le confiesa pícaramente su falta. Necesitaba un descanso y se fue al cine con unos amigos. También le revela que se ha dado cuenta de que está enganchada al juicio. No pudo contenerse ante sus amigos. "Me puse a contar maravillas de lo que he estado haciendo", le dice, "pero a ellos no les importaba una mierda. Lo único que querían saber era si él lo había hecho o no. La pregunta menos interesante que uno podría formular". Y, efectivamente, hay preguntas interesantísimas que formular, pero es esa por la que los amigos de Louise preguntan a la que hay que dar respuesta.

"Me aliviaba que nadie me pidiese mi opinión. La responsabilidad de decidir me sobrepasaba", no puede evitar pensar Helen Garner al escuchar a varios de sus colegas periodistas aventurar un veredicto mientras esperan el dictamen real del jurado. Más de una vez, durante el juicio, se ha alegrado de no ser miembro del jurado y no tener, por tanto, que tomar una decisión.

Comparto ese descargo de responsabilidad. Sucesos como la terrible e incomprensible muerte de los tres pequeños Farquharson conmocionan a cualquier país en el que acontezcan sea este cual sea. Pero sé perfectamente que si he leído este libro, si, desde que supe de él hace un año, tuve claro que lo iba a leer es porque llegaba virgen a este caso. Nada sabía de él. Sucedió en las antípodas de mi realidad. Para cuando lo vivo como presente hace tiempo que ya es pasado. Algo parecido me ocurrió con la lectura de Laëtitia o el fin de los hombres, de Ivan Jablonka, que narra otro terrible y mediático caso desconocido entonces para mí, pero que actúa también a modo de repetidor de tantos otros sí conocidos. Si ambos libros hubieran versado sobre alguno de esos otros casos patrios de tanta sobrexposición, estoy segura de que, más que atraerme, me hubieran producido rechazo. Llamadme hipócrita. Llamadme cobarde. Soy, sin embargo, consecuente con ambas condiciones y no puedo dejar de pensar en lo que un amigo abogado le espeta a la autora de este libro cuando esta le plantea si una duda tan fina como el papel de fumar es razonable. "Esto es la vida real. Hay que tomar decisiones difíciles", responde el letrado.

Soy una tibia instalada en un mar de dudas. Soy la que ve los toros desde la barrera. La que lee sobre hechos reales como si fuesen ficciones. La que de los no-cuentos espera que le hagan un cuento.

Soy también la que busca la distancia porque la sabe aliada de la justicia. Sin embargo, en cuanto pongo mis ojos en la página escrita dejo de ser virgen. Hasta el más ecuánime no es ajeno o inmune a algún tipo de influencia. La ecuánime que soy está durante toda esta lectura bajo la influencia de esa otra ecuánime que me traduce lo observado y lo escuchado durante el proceso judicial a Robert Farquharson que es Helen Garner. Si dudo de la culpabilidad del acusado es porque así lo hace Helen Garner. Si dudo de la inocencia de ese tipo corriente sentado frente al estrado es porque Helen Garner ha dudado antes que yo.

"Yo creo que lo hizo, pero no creo que lo hayan probado", le dice una joven periodista a la veterana que tanto me hace dudar. Pero una creencia, por firme que sea, no prueba nada, así como tampoco el hecho de que esa creencia sea compartida por una gran mayoría convierte aquello que la creencia rechaza en imposible.

¿Creer en la inocencia de Robert Farquharson implica, como tal vez hiciera Cindy Gambino, no querer o no estar preparados para afrontar una alternativa mucho más atroz que un fatal accidente? ¿Creer en su culpabilidad implica dejarnos llevar por algo tan intangible como el instinto, por mucho que este beba de experiencias y conocimientos previos y por tanto ya probados pero que en realidad no prueban nada? Ser valiente, afrontar aquello que no queremos aceptar y dictaminar por tanto un veredicto de culpabilidad es una decisión difícil. Aceptar que lo que nos vemos impelidos a creer no siempre se corresponde con la realidad y dictaminar por ello un veredicto de inocencia es otra decisión difícil. ¿Y si necesitamos un culpable porque no nos entra en la cabeza que el causante de la muerte de tres niños inocentes sea un estúpido accidente? ¿Y si esa duda que es como un papel de fumar es tan solo una pueril negativa a aceptar que hasta en el más corriente de los hombres puede habitar agazapado el malo del cuento? ¿Pudiera ser que cuanto más razono más irrazonables sean mis dudas? A ver si los amigos de Louise iban a tener razón y la única pregunta que importa es si Robert Farquharson lo hizo o no. De ser así, me temo que soy incapaz de dar una respuesta que no comience por la primera persona del singular del presente indicativo del verbo creer.

"De nuevo me sentí abrumada por la sensación de que una gran cantidad de las pruebas en este caso se desviaban del quid de la cuestión. Una poderosa corriente de minuciosos detalles se precipitaba deprisa y vibrante, como el curso de un río después de fuertes lluvias. Superada por el aparato de eso que llaman razón, tenía la sensación de que mis pensamientos nocivos sobre la culpa de Farquharson se tambaleaban y flaqueaban. Pero en cuanto se hacía un silencio fugaz, el mismo pequeño gusano de siempre emergía a la superficie: nada de eso prueba nada sobre lo que ocurrió aquella noche.

¿Qué sentido tenía? ¿Cuál era la verdad? Fuera la que fuese, parecía residir en un lugar muy lejano, en un oscuro espectro de angustia, más allá del alcance de las palabras y resistente a los esfuerzos del intelecto".

Traductora: Alba Ballesta

Editorial: Libros del K.O.

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