Míchel se convirtió pronto en mi mejor amigo. Ambos teníamos la misma edad y nos compenetrábamos bastante bien en casi todas las cosas. No le gustaban las discusiones estériles ni era de los más se aprovechaban de los pequeños. Era el capitán del equipo y uno de los más antiguos en los Bloques y, por tanto, el líder indiscutible. Para cualquier juego que realizáramos, era siempre de los que disponían y, sin su aquiescencia y participación, era difícil ponerse de acuerdo para nada. Cuando Míchel se sentaba, aburrido de un juego, aunque no dijera nada a los demás, era poco lo que tardaba en deshacerse el grupo para ir a sentarse donde él estaba. Cuando jugábamos al fútbol, nos gustaba coincidir en el mismo equipo y, si no podía ser, éramos los encargados de elegir a los jugadores.
Tenía un montón de hermanos y hermanas que vivían casi amontonados porque, al ser su padre sargento de máquinas, el piso que les correspondía era de los más pequeños. Con frecuencia me invitaba a su casa. Las primeras veces fue para hacer la alineación del equipo, pero después, como él era un mal estudiante, iba allí con la excusa de ayudarlo a estudiar matemáticas. El caso es que mis visitas se convirtieron en una práctica corriente, habida cuenta de que en su casa me veían como una buena influencia para él. Nos encerrábamos para estudiar en su habitación, un cuarto pequeño que compartía con su hermano Furia, con una litera y un pequeño escritorio, pero al cabo de unos minutos los libros quedaban relegados al olvido y nos poníamos a charlar de un montón de cosas. Y así se nos pasaban las horas, charla que te charla, y sin apenas estudiar.
A media tarde, la madre de Míchel nos llevaba unos vasos de leche con cacao y unas galletas muy ricas que en mi casa nunca compraban. Solía quedarse un ratito hablando con nosotros, bromeando. Era una mujer menuda y alegre que siempre iba con los rulos en el pelo, la bata puesta y varios mocosos a su alrededor. No recuerdo haberla visto nunca en la calle, haciendo la compra o yendo a misa los domingos. Digo yo que de eso se encargarían sus hijas, que tenía dos mayorcitas: una menor que Míchel y la otra situada entre él y Furia. La más pequeña de las dos se llamaba Luci y la mayor María. De tanto ir a casa de Míchel los demás chicos, que siempre estaban viendo cómo jorobar y desquitarse las que les hacían a ellos, empezaron a decir que yo era el novio de Luci, y con el correr de los meses empezó a circular una adaptación de La Raspa que nos consagraba como novios: la raspa la inventó/ Luci en camisón/ y Álex que la vio/ de ella se enamoró. El caso es que a mí me daba un poco de vergüenza ir donde Míchel, sobre todo por no encontrarme con su padre, un señor muy serio, con gafas oscuras y el pelo peinado para atrás, siempre vestido con el traje gris de faena de los suboficiales de la Marina. Cuando venía su madre a traernos el cacao y las galletas, también se acercaba Luci y se quedaba un rato en la puerta, mirándome sin decir nada, con su cara redonda y sus quevedos. Después, Míchel me hacía un juego de cejas y me daba una palmada en los hombros. Este Álex, decía, es un fiera con la tías. El caso es que allí nos quedábamos charlando, en el cubil de Míchel, hasta que se nos hacía demasiado tarde y mi madre llamaba por teléfono para decir que ya era hora de recogerse.