En gran medida, el mundo adulto es en la percepción del niño un espacio extraño y desconcertante, una permanente exploración –desde la inocencia-. Elizabeth Bowen, a través de los inquietos ojos de los pequeños Leopold y Henrietta, recorre los pasadizos tenebrosos que separan a la infancia de la edad adulta. Un viaje introspectivo y clarividente que nos empuja a revisitar, desde la niñez tal vez olvidada, un camino por el que todos transitamos en algún momento de nuestras vidas.
La escritora irlandesa Elizabeth Bowen, en La casa en París, exhibe con elegancia y pulcritud todos los registros y habilidades que la elevaron a la cima de la Literatura Anglosajona del Siglo XX. La sugerencia no forzada, la psicología como microscopio que disecciona las personalidades, y una mirada oblicua que abarca todos los ángulos posibles, incluso aquellos que no se suelen ver. Elizabeth Bowen inyecta en cada pequeño gesto o diálogo un cargamento de información que ilumina toda la narración. No hay elementos ocasionales o gratuitos en La casa en París, todos forman parte de un orden que traza milimétricamente el desarrollo de la novela.
Magistral e impecable, nuevamente, la labor traductora de Silvia Barbero. Una vez más despliega toda su sensibilidad/destreza para literaturizar en nuestro idioma, de manera encomiable, el texto de Bowen, sin que su particular estilo decaiga en ningún instante. Un estilo que durante décadas algunas voces quisieron situar a la sombra de grandes nombres cercanos en el tiempo, pero que hoy, gracias a la recuperación de algunas de sus obras maestras, como La casa en París, la sitúan en un personal, privilegiado y merecido lugar. La novela ideal para resucitar al niño que se esconde entre nuestros huesos.
Revista Mercurio