Como un laberinto sin fin, una especie de Rayuela a la inversa, pésimamente planteada. Así me siento, un deplorable escritor al que sus personajes le abandonan
En blanco. Esta
página se quedará en blanco. La maldita crisis de la página en blanco… ¿o será
un síntoma de que ya no soy la misma persona que solía ser? Lo he intentado
todo para que esto no sucediese, para no quedarme con los ojos secos y el gesto
mustio. Mi editor me recomendó escribirlo, hablar de lo ocurrido como forma de
exorcizar mis fantasmas, los del pasado y los del presente para volver a ser el
sujeto alegre y dinámico que escribía novelas de un tirón. Novelas de crímenes
y suspense.
Me acusó de cuentista barato y dejó de hablarme
Pero no
funciona. Llevo tres noches seguidas intentándolo y nada parece mejorar. Lo
cual me genera una impotencia terrible, y eso que le he dado vueltas hasta el
cansancio, en busca de una razón, una sola, para entender cómo ha sido posible.
He repasado con minucia cada uno de los movimientos para que nadie supiese que
fui yo. Que aunque ha sido mi culpa, no fue mi intención ofenderle de ese modo y
que desapareciese sin más. Ahora las letras se han quedado huecas y la
estructura malforme.
Lilja Torr se ha marchado de su casa cuando yo estaba
escribiendo sobre ella. Llevábamos un tiempo discutiendo en cuanto a la mejor estrategia
para descubrir que había ocurrido a su amiga Sarai, después de la muerte
repentina del marido de ésta. Fue bajo circunstancias dudosas y la policía
acusó a Sarai como sospechosa principal. Pero Lilja sabía perfectamente que
ella no había podido ser, que su amiga era incapaz de dañar a alguien, así que
decidí ayudarla y hacer algunas averiguaciones. Le indiqué el camino, las
personas a las que debía visitar e interrogar, pero cuando las pistas nos
llevaron a Mateus Torr, su padre, Lilja se enfadó conmigo y me reprochó que
haya escrito todas esas cosas. Me acusó de cuentista barato, de liante sin compasión y dejó de hablarme.
Luego se marchó. Fui hasta su casa en repetidas ocasiones a implorarle que
hiciéramos las paces, pero no hubo manera. La última vez que golpeé su puerta
sin que me contestase, descubrí una llave escondida en un macetero roto que se
descomponía cerca de la entrada, y me aventuré a allanarla. Dentro todo permanecía
intacto, cada cosa en el mismo sitio donde Lilja y yo lo habíamos dispuesto
hacía años. Entiendo que un personaje no necesita equipaje, pero si yo no le
brindo las cosas nadie más puede hacerlo. Y ahora, apenas soy capaz de teclear
su nombre. Lo peor es que es obstinada y nunca se retracta, la conozco. No
volverá jamás.
Quizá esté coqueteando con algún lector que le haya dado asilo,
o con otro escritor que se identifique más. Lilja se esfumó de mis dedos para
siempre y me siento culpable y miserable. Intenté recapitular, hacer algunos
cambios, pero las pistas y las huellas siempre me devolvían a Mateus Torr. No
importaba cómo cambiase los argumentos o qué dialogaran el resto de los
personajes, que la sospecha volvía a caer sobre los hombros de su padre. Como
un laberinto sin fin, una especie de Rayuela
a la inversa, pésimamente planteada. Además así me siento, un deplorable
escritor al que sus personajes le abandonan. Pensé que en estos últimos dos
años nuestra amistad y nuestro lazo se habían afianzado. Es cierto que la
conocí de adulta, con sus treinta y pocos años y su cabello caoba, mientras
rebuscaba en su billetera la tarjeta de crédito para pagar unos libros que
había elegido. Fue cuando la localicé aquella mañana de lluvia, en pleno centro
de la ciudad.
Hasta he cambiado la cafeína por las infusiones
Pura casualidad que nos viésemos, porque no suelo escribir tan
temprano. Pero me sonrió y ya no pude apartarme. Lilja tiene una personalidad
arrolladora, alegre. Es un poco quisquillosa para ciertas cosas relativas a la
comodidad y el orden, pero nada del otro mundo. Después que compró los libros
le acompañé hasta una cafetería. Se sentó contenta, pidió un cortado doble y me
miró a los ojos. Me preguntó con una soltura casi indecente, si ahora que nos
habíamos encontrado pensaba seguir escribiendo con ella, sobre ella. Por
supuesto no pude negarme. Así que seguimos juntos tomo tras tomo, mientras me
ayudaba a resolver los intrincados crímenes de mis novelas negras. Al final se
había convertido en una ayudante perfecta. Le ofrecí ser la protagonista pero
me dijo que el teniente Morrison era mucho más elocuente y profesional, que su
papel debía seguir siendo el de colaboradora ocasional que siempre tiene una
buena idea para resolver el embrollo. Estuvimos todos de acuerdo, incluso el
teniente; sobre todo él. Aunque Morrison es un hombre cincuentón y un poco rudo
de aspecto, sé que Lilja le gusta. Le tiene un cariño que dista mucho de ser
fraternal; ella es preciosa. Si tuviese que volver a describirla, diría que me
recuerda a las palabras extensas, de fonética agradable, más bien vocal.
Consonantes pocas. Sus movimientos recuerdan al Presente Perfecto del
Indicativo, con una suave rotundidad que no deja lugar a dudas.
Ahora mis páginas
estarán en blanco y su casa vacía. Lo he intentado todo, hasta he cambiado la
cafeína por las infusiones y he dejado de fumar. A Lilja no le gusta el humo
del cigarrillo, dice que pone las uñas y los dientes amarillos. Pero no ha
vuelto. Aún no sé nada de ella y no puedo acudir a su padre porque no sabría
explicarle el motivo de su desaparición. Intentaré quedarme un rato más frente
al monitor a ver si la veo, si averiguo algo… si puedo volver a pintarla y de
tener éxito, intentar convencerle para que se quede una temporada más aunque
sea. Mientras tanto, me encuentro inactivo, y el teniente Morrison tendrá que
esperar alguna página más para resolver su crimen.