Primera edición : 1966
Presente libro : Seix Barral, cuarta edición, 1967
No terminaba de leer la primera página de esta obra y ya me estaba rascando. Como si al abrir el libro y adentrar en la historia ipso facto me tornaba inmune a las hordas de diferentes clases de mosquitos que habitan en la selva peruana, que se turnan para picarte teniendo hasta sus propios horarios. También me hizo recordar y sentir nuevamente ese particular y sofocante calor típico de esos lares, producto de que muchas veces el sol no llega a tierra por las frondosas copas de los enormes árboles y el agua de la lluvia empozada en el suelo se va evaporando bajo los pies creando ese ambiente cálido y húmedo a la vez dejando la piel pegajosa; la naturaleza invita a descubrirse –aunque se esté a más de 40º siempre es bueno estar con camisetas de mangas largas y nada de bermudas- y los mosquitos están ahí, eufóricos, rondando.
Me imaginaba a las madres de la Misión, todas europeísimas, muy blancas, blandiendo sus puños huesudos y pecosos ante cada atrocidad acometida por la gente que la apoyaba, en ese lugar donde parece que el tiempo se detuvo. Si alguna vez alguien estuvo recorriendo esos lugares le será más fácil imaginarse la selva donde Vargas Llosa ambienta gran parte de esta novela, porque muy probablemente no debe haber cambiado, hasta quizá, en este mismo momento sea igual a la descrita en esta obra, o a la de finales de los 90’s cuando yo enrumbaba hacia un caserío lejano por trece horas y media desde Nauta por el río Tigre, parte del Amazonas, y del Marañón, éste último por donde transitan los personajes de una parte de esta novela; es como penetrar en el ámbito de otra época. Pobreza extrema, donde muchas veces compatriotas de “ciudades civilizadas” llegan a esos recónditos lugares para aprovecharse de la ingenuidad y buena fe de otros compatriotas menos favorecidos; niños ventrudos, y aún así sonrientes.
Así también encuentro aquí el otro calor, el desértico, el piurano, con las tormentas de arena y el singular y rico vocabulario utilizado al norte peruano, más pausado, con el clásico “guá” al final de cada frase, y llamando de “churre” a los niños, y de “piajeno” (“pie ajeno”, porque los pobladores que utilizaban este animalito transportaban su carga y a ellos mismos “con otros pies”) al burro. Gente amable y muy receptiva que prácticamente te adoptan, como en esta obra a Anselmo, quien salió de la nada y se instaló allí, haciéndose de amigos, invitando cervezas y piscos, seduciendo a su público objetivo antes de construir en medio de ese desierto la enigmática Casa Verde.
Si bien en la historia desarrollada en Piura lo del acento es muy marcado en los personajes, no lo encuentro tanto en los trechos desarrollados en Santa María de Nieva, quizá porque la mayoría de personajes son foráneos, de otras ciudades peruanas, las madres europeas, y Fushía brasileño. Las jóvenes raptadas para “civilizarlas” imagino hacen suyo el acento de las tiernas –hasta cuando están enfadadas- monjitas, pues estaban acostumbradas a escucharlas, pero, ¿y los prácticos Aquilino y Adrián Nieves? ¿Y Lalita y su hijo Aquilino? El acento de estos cuatro personajes no es tan marcado, hasta pareciera nulo. Este es un detalle percibido ahora en esta relectura, ya que la primera vez que leí este libro todavía no había tenido esa aventura de viaje a la selva. Claro que ya sabía de la existencia de ese acento, motivo de injustas burlas en la capital, Lima, pero sólo tras ese viaje aquella fuerte y singular manera de hablar se me quedó grabada, y ahora no la encuentro en esos cuatro personajes, quizá en Jum, en su castellano atropellado y entrecortado, alternando escupitajos a cada sentencia para que los otros sepan que no miente -trechos muy divertidos-, pero no, Jum es un personaje que conoce algunas palabras del castellano pero no lo domina, y cuando se expresa en su lengua madre sólo sabemos a través de la traducción de otro personaje. Me parece que Vargas Llosa curiosamente no le imprimió a esos cuatro personajes aquel acento chicloso (ese término escuché que lo usaban unos mexicanos en Nagoya, y me gustó) con que cuentan las personas que nacen y viven en la selva.
Y ya que mencioné al brasileño Fushía, ése es para mí ”el personaje” de este libro. Si bien que los hay en todo Brasil, pero quizá más descendientes directos de japoneses y nipones mismos hay en mayor número en São Paulo; en Londrina, Paraná; y en Campo Grande, la capital de Mato Grosso do Sul, ciudad natal de este asombroso personaje que Vargas Llosa nos lo presenta decidido, traidor, aventurero, loco, inmortal, seco en el trato cuando ya hizo suyos a otros, pero engatusador cuando quiere envolverlos para un fin de su conveniencia, y con un final tan duro, reducido a un guiñapo, que llega ser hasta conmovedor.
Edición brasileña actual, Alfaguara Brasil.
Pero lo realmente asombroso en este libro no son solo los diversos personajes e historias que van viviendo, sino cómo nos lo presenta el autor. Como si teniendo la historia completa y lineal agarrara y separara varios capítulos “desordenándolos”, barajándolos como naipes, e insiriéndolos en diferentes tiempos de la historia, así, podemos leer el futuro de un hecho que podría ser –no lo fue- incomprensible de inicio, pero con el transcurrir de las páginas conoceremos el por qué de aquello encontrado en las páginas iniciales, como la historia de Lalita, de Bonifacia, de Lituma, de Anselmo. Esta particular y ambiciosa manera de estructurar la novela ya lo había encontrado en “La ciudad y los perros”, su primera novela, mas no recuerdo que alterne dos conversaciones en un mismo sub-capítulo sobre un mismo hecho pero con diferentes personajes:
- Mejor no hables de eso, hombre –dijo Aquilino-. Ya sé que te pones triste.- Pero si empezó con eso, con no poderle a la Lalita –dijo Fushía-. Pero acaso no ves qué desgracia, Aquilino, qué cosa terrible.- ¿No lo desperté, diga? Dijo Lalita con voz soñolienta.- No, no me despertó –dijo Nieves-. Buenas noches. Mande no más.
(Página 154)
La segunda conversación (cómo Adrián Nieves empieza a conectarse con Lalita, mujer de Fushía) trata de lo que se aqueja Fushía con Aquilino en la primera conversa. Puede parecer confuso pero no lo es. Y como si fuera poco alternar las conversas, los hechos, los tiempos de la historia, Vargas llosa también adjudica diferentes nombres a un mismo personaje en diversos tiempos de la historia, así, Bonifacia es también “La Selvática”; Lituma es también “El sargento”; Antonia es también “Toñita” –está es la más fácil de sacar-; Anselmo es también “El Arpista”-esta tampoco es difícil el percatarse-, y como la historia no es lineal de inicio parecen diferentes personajes. Algo que creo ya mencioné en la entrada de su primera novela, un detalle que puede pasar desapercibido: Vargas Llosa no llegaba a los treinta años al escribir esta novela y la anterior. No es poca cosa.
Aunque mi primo y amigo Erick me presentara eufórico a Cortázar y a Ribeyro -y sin querer al vino, ya que hablar de Ribeyro era hablar de vino- fueron las obras de Vargas Llosa con las que me inicié, las que me abrieron un mundo nuevo, que me envolvían en una burbuja a la cual no ingresaban el volumen re-alto de la combi en que me transportaba, ni me afectaban sus frenadas salvajes y repentinas, ni el concierto de bocinazos que solo mi querida Lima sufre –imagino que hasta ahora-, o la aglomeración de gente estrujada viajando a mi alrededor. Sentado casi desde el paradero inicial desde el Rímac hasta San Borja, y viceversa, rezaba por que hubiera más tránsito para poder continuar leyendo. Así como la primera vez el verdadero gusto lo encontré no en la gran historia que nos cuenta, sino cómo lo hace. Ese complejo enmarañado en vez de alejar envuelve, y de inicio a fin.