Revista Cultura y Ocio
Cuando estoy desprevenido, acaso oteando el firmamento o jugando a adivinar los nombres de las estrellas ignotas, aflora sin mi permiso una cascada de emociones y recuerdos tan remotos como esos luceros que tanto me arroban. Como si de meteoros se tratara, surcan la estepa feraz de mi mente aleándose con ideas rocambolescas, ocurrencias ominosas y algunos dislates que, en ocasiones, marcan el proemio de la que será mi próxima novela. Me agota este ejercicio pertinaz del pensamiento incesante que tanto gusta de atesorar rostros y repetir conversaciones. Siento como si mis pies hubiesen encallado en su ascenso por un sendero vertical con destino a Venus.
No puedo refrenar ese oleaje constante. No hay botón de pausa ni retroceso, borrado automático o retoque biográfico. Pero yo, que soy avezado costurero, me afano en zurcir y remendar los socavones del camino usando retales de recuerdos nuevos bañados de alegría. Ahora, luces y sombras cohabitan en sincronía como hermanas gemelas que se aborrecieran pero no supieran vivir la una separada de la otra.