Vivo en la vieja casa que hay frente al parque. Aquella que tiene dos ángeles custodios en la puerta que al llegar os recibirán dándoos la bienvenida diciendo: “Pasad. Dejad los problemas en el umbral o intercambiarlos por sueños en el interior.” Cuando veáis luz en la ventana, pasad a preguntar si hay café hecho. Si no lo hay siempre podemos prepararlo en un momento o concretarlo para otro día.
Si al pasar veis el caldero en el fogón, echad allí vuestros ingredientes sumándolos a los que ya hay: un rayito de sol, seis gramos de arena recogida en la parte oculta de la luna, la sonrisa de una mujer feliz, la ilusión de una novicia en la noche de bodas, tres plumas de la cola de un pavo, una ramita de gengibre (le da un buen sabor)… Hilaremos fino durante unos instantes. Buscaremos roces, aproximaciones, echaremos más leña al fuego…
Una vez llamó a la puerta de mi casa un peregrino. Con la sensación que dan el desconocimiento de quien es la persona que tienes en frente y la curiosidad que tienes de saber qué sucederá, lo dejé pasar. Era una persona alta, de complexión fuerte. Su aspecto se parecía más al de un tipo que se cuidase todas las mañanas en el gimnasio que al de un peregrino. Llevaba el pelo largo, canoso y un poco descuidado. Vestía ropa oscura y en los pies calzaba unas sandalias que dejaban ver unos dedos dañados por el camino.
Me imaginé que tendría hambre, así que sentándonos entorno a una mesa baja, nos dispusimos a comer de lo que había en aquel momento en casa. Un poco de pan, algo de jamón, queso y alguna cosilla más. Me contó que procedía de las Tierras del Obrom. Que iba de un sitio al otro, sin destino final y pasando ratos en aquellas casas habitadas y en donde lo dejaban estar.
Después de la escasa cena, me preguntó si tenía café y como no lo tenía hecho, me pidió que lo dejase a él prepararlo. Pidiéndome un caldero, lo puso sobre una pequeña hoguera cuidadosamente preparada. Allí echó agua, café y cogiendo una botella forrada en piel, vertió en el caldero un poco de lo que contenía. Me invitó a pensar en aquello que alguna vez soñaras y que todavía no había realizado.
– Cierra los ojos y piensa en ello. Ahora piensa que ese sueño es tangible y lo tienes justo delante tuya. Estira la mano y haz que lo coges. Ahora arrójalo al caldero. – Así lo hice. Abrí los ojos y él me sirvió el café.
– Ahora bebámoslo a sorbos pequeños, continuados pero sin apurarlo. Intenta gustar el aroma del café. Sentir la intensidad y la presencia de tus sueños más íntimos vertidos en él.
Bebimos café, hablamos, nos reímos y experimentamos sensaciones que eran como nuevas, pero con la impresión de que ya las conocíamos de antes. Él se levantó para irse, pero antes me dejó una botellita forrada en piel, más pequeña que la que había enseñado antes.
– Cuando quieras compartir un momento igual a este con otras personas, hazlo de la misma manera que lo hemos hecho hoy. Prepara el café de igual manera, piensa en tus sueños y deja que tus invitados recuerden los suyos. Aquí te dejo un frasquito con la esencia de lo que yo soy y esto ha sido. Úsalo para el café.
– Pero cuando tú te vayas, según vaya pasando el tiempo y vaya haciendo café, la esencia del frasco se agotará. Y una pregunta, ¿cuál es tu nombre? – dije yo.
– El frasco nunca llegará a estar vacío mientras el fuego se mantenga siempre encendido – me dijo – Y yo me llamo Deseo.
Fran J. Lestón