Revista Cómics

La catacumba española

Publicado el 20 abril 2020 por Xavier Xavier B. Fernández

La catacumba española Avanzamos por la galería subterránea. El Padre Valdemar aún no se había reunido con nosotros, pero decidimos no esperarle. Iluminábamos el camino con unos quinqués de minero que habíamos encontrado en el fondo del pozo, al lado de la escalera, junto con una provisión de picos y palas, y un par de cajas de dinamita. En el interior de la galería encontramos unos cuantos cadáveres resecos, poco más que esqueletos cargados de cadenas. Sin duda, eran los restos de los pobres desgraciados a los que obligaron a cavar toda aquella estructura. Tras poco más de cinco yardas, la galería desembocaba en una espaciosa nave de planta circular, con las paredes recubiertas de piedra y ladrillo y el techo, abovedado, sostenido por arcos de piedra de medio punto. En las paredes había hornacinas, y dentro de ellas, imágenes de santos. Era, sin duda, algún tipo de lugar de culto católico, y su arquitectura recordaba la de una vieja iglesia mexicana. En el interior de la nave había tres lechos funerarios esculpidos en piedra, y sobre cada uno de ellos, bajo un sudario de polvo y telarañas, yacía un cuerpo, del que apenas quedaba algo más que los huesos. Dos de ellos iban vestidos con antiguas armaduras de conquistador español. El tercero vestía un hábito de monje.
Los tres túmulos rodeaban una piscina circular, de unas dos yardas de diámetro, que ocupaba el centro de la estancia. Era poco profunda, pues de la misma veíamos emerger el torso y los brazos del Comodoro, que con un pico golpeaba, frenético, el fondo. Cuando nos vio entrar dejó de picar, se irguió y nos miró como si fuera a decir algo, pero no le dimos tiempo. Dos certeras balas del Winchester de Bonnechance, y una no menos certera flecha de Lobo Gris, se clavaron en su carne. El Comodoro cayó al fondo de la piscina. Nos asomamos a ver, y descubrimos que lo que estaba picando era una piedra circular, prolijamente labrada con dibujos que parecían aztecas, que ocupaba toda la extensión de la piscina. No sabría decir qué representaban aquellos dibujos en altorrelieve, pero la piedra guardaba gran semejanza con un calendario azteca. Aunque no tenía noticias de que alguna vez se hubieran encontrado restos aztecas tan al norte. Normalmente, se encuentran algo más al sur, al otro lado de la frontera. La piedra estaba quebrada, y la rotura parecía reciente. Fuera cual fuera el propósito que animaba al Comodoro cuando se puso a picarla, lo había logrado. Bonnechance y Lobo Gris bajaron al fondo de la piscina. El Comodoro aún estaba vivo, aunque malherido. Su aspecto era horrible: las manos se le habían deformado hasta el punto de que ya no parecían manos humanas, sino unas espantosas garras puntiagudas y rojizas. La piel se le desprendía, en jirones arrugados, de la carne. Nos miraba con ojos de bestia moribunda, pero aun así se reía, en tono quedo, entre borbotones de sangre negra. —Idiotas. Habéis venido aquí a morir. De una muerte más horrible que la muerte. —No parece que estés en condiciones de matar a nadie—dijo Bonnechance, y alzó el Winchester, presto a pegarle el tiro de gracia. —Idiotas. Más os hubiera valido morir a mis manos. Porque ahora moriréis a manos de mi señor, Kaajh'Kaalbh. —¿De quién? — Kaajh'Kaalbh, el que no tiene forma, el servidor de Azathoth que habita en el universo del caos. Tiene miles de años, centenares de miles. Durante incontables siglos he recorrido el planeta buscándole, y finalmente lo he encontrado aquí. Él me vengará. Y destruirá el mundo. Y, diciendo esto, golpeó la piedra quebrada con el pie, haciendo que uno de los fragmentos se desprendiera. Al mismo tiempo, Bonnechance le disparó, haciendo que su cabeza estallara. Fue exactamente así, al impacto de la bala la cabeza estalló, como si en vez de una cabeza fuera una sandía podrida. Murió riendo, y su risa producía escalofríos. Y al instante siguiente supimos de qué se reía. Pues, por el agujero que había dejado el fragmento de piedra, surgió en surtidor un chorro de un líquido maloliente, oleoso, espeso y negruzco. Podría haber sido petróleo, pues en el subsuelo de Texas se encuentra en grandes bolsas, y no sería la primera vez que a alguien que excavaba un pozo en busca de agua le hubiera aparecido un surtidor de aquella inmundicia. Pero aquello no era petróleo. Olía mucho peor. Y se movía por voluntad propia, como si estuviera vivo. Y estaba vivo de verdad. El chorro oleoso y negruzco empezó a culebrear, como si palpara las paredes y las columnas, y se dividió en varios chorros más pequeños, quese agitaban como si fueran los tentáculos de una gran bestia marina. En su superficie aparecieron grandes ojos globulares, muchos ojos que nos miraban fijamente y con infinita malevolencia. También se le abrieron bocas, muchas bocas de dientes amarillos y sinuosas lenguas sonrosadas. Todas ellas se pusieron a chillar, y sus chillidos eran algo así como los de un centenar de gatos a los que estuvieran despellejando vivos. Nunca en toda mi vida he oído nada tan espeluznante. Bonnechance le disparó, repetidamente, con su Winchester. Sus disparos levantaban salpicaduras en la superficie líquida de la criatura, y la hacían chillar de forma aun más horrísona, por lo que deduje que algún daño le infligían, pero tampoco parecía ser mucho. Aquella masa de tentáculos líquidos y aullantes convergió sobre Bonnechance y penetró en su interior, derramándose por su boca, sus fosas nasales, sus oídos y sus ojos, hasta que desapareció por completo. Entonces, Bonnechance se volvió hacia nosotros, y nos miró de una forma sólo se puede describir como de odio infinito. Sus globos oculares eran dos esferas completamente negras, y sus dientes también eran negros, cubiertos por la materia viscosa y negruzca que formaba a la criatura. Sin darnos tiempo a reaccionar, levantó el Winchester y vació el cargador sobre el pecho de Lobo Gris. Cuando oyó que el percutor golpeaba en vacío tiró el rifle a un lado, desenfundó el revólver y me apuntó. Disparó, pero falló el tiro, porque de la nada había surgido el coyote tuerto, que saltó encima de mí, derribándome. El ser que antes había sido Bonnechance quedó unos segundos desconcertado, y persiguió al coyote con sus disparos. Este corrió por la estancia, esquivando las balas, se metió en el interior de una hornacina y desapareció de la vista. Aquella distracción me había dado tiempo a mí para desaparecer, también, de la vista. Me había ocultado tras uno de los tálamos funerarios de piedra. La criatura que antes había sido Bonnechance echó un vistazo en derredor con sus ojos negros, pero en seguida pareció perder todo el interés por cazarme a mí o al coyote, y se marchó por la galería subterránea. En cuanto me quedé solo me acerqué al cuerpo caído de Lobo Gris. Aún respiraba, con mucha dificultad. Sangraba por disparos en el pecho, y cada uno de ellos le había infligido una herida mortal de necesidad. Era un milagro que siguiera vivo. Lobo Gris murmuró algo. Me incliné sobre él para oírle mejor. Entonces su mano me aferró por la muñeca, y apretó muy fuerte. Con la otra mano me ofreció aquella lanza ritual que había fabricado en el pueblo, antes de que viniéramos al rancho. La cogí. Y, en el momento en que la toqué, lo supe. Supe todo lo que Lobo Gris quería decirme, aunque no me lo dijera con palabras. No hizo falta: el conocimiento penetró en mí de una forma parecida a como, hacía un instante, aquella criatura líquida y oleosa había penetrado en Bonnechance. Lobo Gris exhaló su último suspiro y derrotó la cabeza, muerto por fin. Pero ahora yo ya sabía lo que tenía que hacer. Y, empuñando la lanza, salí de aquella catacumba, en pos de la criatura que había sido Bonnechance. La catacumba española Próximo capítulo;

Sangre en la luna




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