Permitid que os presente al doctor:
Me parece que en este momento nadie en el mundo está tan solo como yo. Yo, el licenciado en medicina Tyko Gabriel Glas, que a veces ayudo a otros pero no he podido nunca ayudarme a mí mismo, y que, a los treinta años cumplidos, nunca he estado junto a una mujer.
Si además del tono que ya se intuye en esa presentación, os digo que este pequeño gran libro está escrito en forma de diario, quizá penséis que se inscribe en un tipo de subgénero literario que podríamos llamar "literatura de locos" (os dejo que busquéis vosotros los ejemplos). Pero, al igual que suele suceder con los protagonistas de dichas obras, el doctor Glas no está loco. Es más, ni siquiera lo aparenta. De hecho, es un señor de lo más respetable y venerado, cuyos pacientes tienen en él una fe casi religiosa, fe que conduce a uno de ellos, la esposa del pastor Gregorius, a confesarle el tormento que le supone cumplir sus deberes conyugales.
Esa confesión desencadena todos los acontecimientos posteriores, pues Glas, con quijotesco afán, se propone evitarle a la señora Gregorius el suplicio de someterse a su marido. Huelga decir que esto no apunta a un final feliz.
Poster de la película Doctor Glas (1968), de Mai Zetterling
Aunque Glas, como hemos dicho, no está loco, tenemos que aceptar que ser virgen a los treinta y, pese a gozar de una estupenda salud, no tener perspectivas de dejar de serlo no puede ser muy bueno para el equilibrio mental de una persona. En el caso de nuestro protagonista, la abstinencia le ha llevado a una sacralización del sentimiento amoroso, y es que, en cierto sentido, Glas es un romántico radical, de los de o todo o nada:
Después pasó mucho tiempo antes de que yo me diera cuenta de que era un hombre y de que en el mundo hay mujeres. Pero ya estaba endurecido. Una vez por lo menos había sentido una centella de la gran llama, y estaba menos dispuesto que nunca a contentarme con sucedáneos de amor.
Esa centella de la gran llama, la única y casta experiencia del doctor con una mujer, experiencia que a posteriori se vio marcada por la tragedia, tuvo lugar en una lejana noche de San Juan de su temprana adolescencia. Pero esa añoranza de un amor puro y absoluto, con el consiguiente desprecio por todo aquello que considere impuro, se extiende más allá del amor. En primer lugar, Glas desarrolla una auténtica aversión al sexo. Hace unos días oí a mi hija, de ocho años, preguntar a su hermano, de diez, si una mujer puede elegir cuándo se queda embarazada. El mayor bajó la voz y procedió a explicarle las cosas que hacen los mayores. Al cabo de unos momentos, mi hija, con una expresión de franco repelús, se dirigió a mí para preguntarme si mamá y papá también hacemos esas cosas. Y es que el sexo, para alguien que no lo ha experimentado nunca, puede ser muy feo. Glas adopta ante el sexo una actitud parecida a la de una niña de ocho años, aunque sabe racionalizar muy bien ese asco.
¿Por qué la vida de nuestra especie tiene que conservarse, y nuestro deseo saciarse, mediante un órgano que usamos varias veces al día para evacuar impurezas? ¿No podría hacerse mediante un acto dotado de dignidad y de hermosura, a la vez que de profundo goce? Un acto que pudiera realizarse en la iglesia, a la vista de todos, igual que en la tiniebla y la soledad. O en un templo de rosas, al sol, entre canto de coros y la danza de los invitados a las nupcias.
Fotograma de la película de Zetterling
Glas ve en el sexo un instinto incontrolable que denigra y veja a la señora Gregorius, un comportamiento animal que, paradójicamente, al convertirse en tabú, es no sólo bendecido por la iglesia, sino también empleado de manera brutal por uno de sus representantes. La hipocresía de esta sociedad donde todo se justifica por la moralidad hace que Glas se cuestione sus actos pasados y justifique los futuros.
"¡Cuidado, sacerdote! He prometido a esta mujercita, a esta femenina flor de claro pelo sedoso, que la protegería de ti. Cuidado, tu vida está en mis manos, y quiero y puedo hacerte bienaventurado antes de que tú lo pidas. Cuidado, sacerdote, no me conoces, mi conciencia no se parece en nada a la tuya, mi juicio final lo dicto yo, soy de una especie de hombres que ni siquiera sospechas que exista".
A nadie le sorprenderá, pues, que la novela causara gran conmoción y escándalo en Suecia, un país que a la sazón era profundamente religioso y donde tan sólo cuatro antes se había publicado un libro como Jerusalén. Söderberg, no contento con hacer del sacerdote un personaje moralmente reprobable y físicamente repulsivo, toca además asuntos todavía hoy tan controvertidos como el aborto o la eutanasia.
Tiene que llegar, y llegará, el día en que el derecho a morir se considerará mucho más importante e inalienable que el derecho a introducir una papeleta en una urna electoral.
Estocolmo a principios del s. XX
Hacia el comienzo de la novela, Glas recuerda a una chica que llega desesperada a su consulta suplicándole que la saque del apuro en el que su novio la ha metido. Glas se niega a ello, pero justifica su negativa no por criterios morales, sino simplemente para evitar meterse en líos. Cuando años más tarde, se encuentre de nuevo con aquella chica, hoy señora casada, y con el deforme fruto de aquel embarazo indeseado, no podrá sino reafirmarse en su recién adquirida convicción:
La moral es la opinión que tienen las otras gentes sobre lo que es justo. Pero lo que ahora se discute es mi propia opinión.
La novela bebe, por no decir se emborracha, de Nietzsche y de Dostoievski, de Zaratustra y Raskolnikov, algo que se puede ver en ese diálogo que mantienen sus dos yo, en el que ambos se han quitado el atuendo de ángel y demonio, para quedarse con el disfraz de moral y el de voluntad. La palabra moral, como nos recuerda Glas, viene del latín mos, y significa hábitos o costumbres. ¿De dónde procede, pues, esa autoridad que la moral se arroga? Por su parte, la voluntad, tanto tiempo reprimida, ¿cuánto tiempo más podrá resignarse a ser sometida? Ved cómo explica la señora Gregorius por qué accedió a casarse con el pastor.
Me encerré en mi cuarto a llorar. Siempre me había repugnado un poco, de un modo extraño, y creo que es precisamente eso lo que me decidió a consentir. Nadie me forzó, nadie me persuadió. Pero yo creía que era la voluntad de Dios. Me habían enseñado que la voluntad de Dios consiste siempre en lo más opuesto a nuestra propia voluntad.
En un interesantísimo artículo sobre esta obra, Margaret Atwood traza paralelismos entre la historia que nos ocupa y la estructura del romance. Así, la señora Gregorius vendría a ser la doncella secuestrada por un dragón (Atwood habla de un troll), quien a su vez está encarnado en su esposo el pastor. Lógicamente, el papel de caballero al rescate debería recaer en el propio Glas, pero, por suerte, las cosas no son tan sencillas. Puede que, por un momento, Glas se vea a sí mismo como ese héroe que va a salvar a la doncella de las garras del monstruo, pero el propio doctor no tarda en confesarnos una curiosa característica que no sabemos en qué categoría de fetichismo encaja: nuestro héroe sólo es capaz de enamorarse de mujeres que ya están enamoradas de otro. Glas se explica explica esta particularidad suya por el hecho de que el amor transforma a las mujeres y las vuelve radiantes. Renuncia, por tanto, desde el primer momento a la mujer que ama y lo hace en beneficio de otro hombre. En definitiva, mientras algunos tiran por Freud (cuya influencia en la novela es evidente) y aducen una homosexualidad reprimida o mera impotencia para explicar el personaje de Glas, el artículo de Atwood nos da una idea mucho más aproximada de la riqueza y complejidad de esta pequeña maravilla.
Doctor Glas, hierve con la pasión que rebosaba toda la literatura de finales del XIX. Pensándolo bien, quizá el término pasión pueda ser engañoso, y habría que utilizarlo en compañía de radicalismo. Ambos términos, utilizados conjuntamente, describen mejor una época-péndulo marcada en toda Europa por la atracción de los extremos, en la que conviven, por mencionar unos ejemplos, el mesianismo de Tolstoi y el nihilismo dostoievskiano; en Viena, la nostalgia épica de Joseph Roth y la descarada sexualidad de Schnitzler; y en Suecia, la ya mencionada Jerusalén y esta denuncia de la hipocresía de la moral cristiana.
En suma, una pequeña obra maestra que se lee en una tarde, y que dura mucho más.
Queremos ser amados; a falta de eso, admirados; a falta de esto, odiados y despreciados. Queremos suscitar en los demás alguna especie de sentimiento. El alma aborrece el vacío, y quiere tener contactos a cualquier precio.