La chacra de la Feria.
Viví en una chacra los primeros 6 años de mi vida, situada a escasos 3 kilómetros de la ciudad de Fray Bentos. Era una casa amplia, rodeada de una gran quinta de árboles frutales, que en la primavera llenaban de flores y aromas casi todo el predio, cuando producían sus frutos teníamos frutas frescas para nosotros 5 niños entre los diez y los 5 años, era una verdadera fiesta, fortuna y aventura. Sin contar con los plantíos de tomates y arvejas, de los cuales también dábamos cuenta en la calurosa hora de la siesta, cuando nuestra madre dormía. Teníamos también una variedad de animales domésticos, caballos, vacas, cerdos, patos, gansos, gallinas y los infaltables perros, guardianes calificados de semejante predio. Llegué a tener una tierna mascotita, una cerdita que mis hermanos de graciosos le habían puesto mi apodo. Ella resbalaba dentro de la casa en los pisos de portland lustrado lo que llenaba de risas nuestra casa, nuestras vidas.
Me costó desprenderme de esa chacra. Me aferré a ella desde la distancia durante mucho tiempo. Sus anécdotas y toda mi infancia se habían quedado estampadas allí, junto a mi inocencia, mis mejores sueños, mi familia.
No recuerdo otra parte de mi vida en que la memoria me devuelva una historia de familia, solo en esa chacra, la de mis años más tiernos, mis lindos recuerdos, mis grandes afectos, mis idas a la escuela a través del campo, mis carreras de saltitos en la ruta, mis cantos de rueda rueda, mis hermanos mayores, mis tazas de café con leche humeantes que mi padre me llevaba a la cama antes de salir a las 5 de la mañana a trabajar.
Estaba aún en la chacra cuando sucedió lo del tornado de 1966, que se llevó el techo de la “Casa Cuna” y el gran árbol de paraíso lindero a la casa de los vecinos. Él trajo los llantos y temores de mi madre y de mis hermanos. Estábamos solos en medio del campo, esperando a mi padre, rezando que llegara con vida, hasta que su voz nos devolvió la tranquilidad; con avidez nos devoramos cada una de las palabras de su aventura, la odisea del ómnibus la interminable espera que el tornado cediera, para poder vadear el rio Negro que parecía querer arrastrarlos en sus negras y turbulentas aguas junto la balsa que lo traía hacia nosotros. La distancia que nos separaba de la ciudad de Mercedes en ese momento era enorme y peligrosa, porque aun debían pasar 2 años para que se habilitara ese puente que hoy nos permite pasar el rio en tan solo 5 minutos
Mi chacra con aromas de campo, los opa opa de mis hermanos llevando las vacas al ordeñe, mi primera bici, cuando mi hermano mayor me cerró el portón antes de que pudiera pasar por él porque estaba celoso de que yo tuviera una bici. No sé que me dolió más, si el porrazo o la paliza que le dieron por “mi culpa”. Fue allí a mis cinco años el principio de esa grieta que se abrió entre mi hermano mayor y yo que nos separaría en forma lenta pero definitiva.
Nuestro perro “Buby” que regresó tantas y tantas veces a ella, hasta que la necesidad de estar cerca de nosotros fue más fuerte que su nostalgia por la querencia. Y tuvo que aceptar igual que todos, que jamás volveríamos a nuestra chacra, nuestra inocencia, nuestra infancia feliz.
Hoy, cuando todo parece tan pálido y alejado en el tiempo, cuando la niña parece haberse ido como mi chacra, para siempre, pienso en un lugar agradable para vivir mi madurez y aflora una pequeña chacra, con animalitos, árboles frutales, cerdos, gallinas y aroma a naranjales y jazmines. Y me pregunto: ¿Realmente esa niña alguna vez se fue o solo le dio un espacio a esa persona que se vio obligada a seguir, el ritmo, las normas y reglas sociales que le quitaron su felicidad y su inocencia? Y ahora, como si el tiempo jamás hubiese transcurrido, su yo interior se aferra a uno de los pocos momentos en que pudo sentirse feliz.
