Revista Historia

La chapuza épica de la voladura de una ballena putrefacta

Por Ireneu @ireneuc

La chapuza épica de la voladura de una ballena putrefacta

Cachalote muerto

El ser humano, si algo tiene es que es capaz de encarar los más grandes retos y, con su inteligencia, llegar allí donde ningún otro ser vivo sobre la faz de la tierra ha sido capaz de llegar. Rascacielos, cohetes, ordenadores, cruceros, puentes, submarinos... nada escapa a la portentosa mente del ser humano. No obstante, igual que es capaz de llegar a lo más, es capaz de llegar a lo menos y, como queriendo recordar su inequívoco origen primate, hay veces que no podemos, por menos, que echarnos las manos a los ojos y decir..."para matarlos... para matarlos". Y tal fue el caso que se dio en 1970 en Florence, Oregón, y la explosiva forma que tuvieron para deshacerse de una ballena muerta que había quedado varada en una de sus playas.

La chapuza épica de la voladura de una ballena putrefacta

14 metros de cadáver

En la costa oeste de Estados Unidos, durante principios del mes de noviembre de 1970 apareció varado en una playa cercana al pueblo de Florence el cadáver de un cachalote de 14 metros y 8 toneladas de peso y, claro, no es lo mismo que se pudra un pez en una playa que semejante mole orgánica. Se tenía, por tanto que proceder a dar solución al problema.

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Ingeniero explicando la acción

Las playas, por aquel entonces, eran competencia del servicio de carreteras del estado de Oregón, por lo que envió a sus ingenieros a quitar de la playa el cuerpo en pleno estado de descomposición. Lo gracioso del tema es que hacía muchos años que no quedaba ninguna ballena varada en sus costas y los supuestos especialistas no tenían absolutamente ni idea de cómo proceder al "desahucio" del incómodo visitante.

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Explosivos preparados

Después de descartar el entierro de la ballena, habida cuenta la poca profundidad de la arena y que quedaría pronto al descubierto de nuevo, se pensó en cortarla en pedazos  y enterrarla por trozos. La idea era buena, si hubiese habido alguien que hubiera estado dispuesto a cortarla, claro, porque todo el mundo escurrió el bulto ante semejante "trabajito". En vistas de que no había forma de que nadie la descuartizara -recordar que ya estaba en avanzado estado de descomposición y el trancazo a la pituitaria tenía que ser de aúpa- una mente clarividente encontró la fórmula perfecta: volarlo con explosivos.

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Operarios instalando la dinamita


La idea era, simplemente, genial: poniendo una carga explosiva lo suficientemente potente bajo el cadáver del cachalote, éste acabaría hecho pedazos lo suficientemente pequeños como para que las gaviotas, cangrejos y resto de animales carroñeros costeros se dieran un festín de órdago, limpiando en poco tiempo todos los restos que de la ballena pudieran llegar a quedar (ver Los buitres que celebran anualmente la batalla de Gettysburg). 

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Hiroshima en pequeñito

Dicho y hecho. El día 12 de noviembre de 1970, el servicio de especialistas colocó nada más y nada menos que 500 kilos de dinamita (les deberían hacer alguna oferta, por lo visto) bajo el gigante muerto para conseguir desintegrarlo y, de esta forma, dar de comer a toda la fauna salvaje de los alrededores. Tras desalojar a los curiosos y hacer un cordón de seguridad de unos 400 metros, una enorme explosión se produjo en la playa. ¿Saben lo que es poner un petardo en una caca de perro? Pues imagínense que el adabelardo perruno hace 14 metros, pesa 8 toneladas y el petardo pesa media tonelada... ya está todo dicho.

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Lluvia de cachos de cachalote

Después del tremendo berrido, que levantó una columna de humo de decenas de metros de alto y la algarabía de los presentes, empezó una asquerosa lluvia de trozos de carne y grasa putrefacta que pasó todos los límites de seguridad establecidos, llegando a los que estaban presenciando el espectáculo. La alegría se trocó en exclamación conforme la gente tenía que ir esquivando el inesperado bombardeo de fétidos desechos corrompidos. ¡Y que sólo fuera eso! 
La explosión había enviado a la atmósfera el hedor nauseabundo del gigante en descomposición -el cual se extendió a kilómetros-, pero también había enviado a la estratosfera trozos más grandes de lo esperado que en el momento de aterrizar lo hicieron como si fueran meteoritos, afectando a un párking cercano y llegando a hundir completamente el techo de uno de los coches allí estacionados. Los ingenieros, definitivamente, se habían lucido.

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Resultado del impacto de los trozos

Una vez que se calmó la cosa, se vio que de las gaviotas y de los carroñeros que se tenían que beneficiar del tartar de ballena no había ni uno, ya que la detonación los había asustado y habían abandonado la zona. Pero el chapucerío no quedó aquí, ya que para más inri, la explosión no había desintegrado completamente el cachalote, de tal forma que aún quedaba en su sitio casi una tercera parte del bicho en putrefacción. En un principio, pensaban que si no funcionaba a la primera, que harían una segunda explosión, pero al ver lo que habían formado con el primer berrido lo descartaron ipso facto: con una ya tenían bastante...y demasiado.

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Enterrando los restos con una palera

Al caer la tarde, los curiosos -una vez duchados, se supone- volvieron a la zona y, mientras que los "especialistas" (ejem) se dedicaban a enterrar (ahora sí) los trozos grandes que aún quedaban del cachalote, entre todos se dedicaron a enterrar los grandes trozos esparcidos por casi 500 metros a la redonda, los cuales eran demasiado grandes como para que los animales se los llegaran a comer.
Los ingenieros del servicio de carreteras de Oregón, a pesar de la evidente metedura de pata, y enrocados en un cagalla y no enmendalla, dieron la voladura como satisfactoria y completamente dentro de lo esperado. Los técnicos seguro que se divirtieron lo que no está escrito cuando, como críos con petardos, hicieron volar ocho toneladas de ballena por los aires, pero les salió el tiro absolutamente por la culata. Tal vez por eso, años después, cuando en la misma zona tuvieron un problema con 41 cachalotes muertos, procedieron a enterrarlos a todos y cada uno de ellos. Habían aprendido, no tanto a qué es lo que tenían que hacer, sino, más bien, lo que no tenían que hacer.
Lo dicho: para matarlos.

La chapuza épica de la voladura de una ballena putrefacta

Una forma rápida (que no eficaz) de deshacerse de una ballena


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